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Luis Marín*

Hace ciento cinco años que los despistados piensan que Emiliano Zapata Salazar fue ultimado a traición en Chinameca. Otros, en cambio, sabemos que no murió. Apenas 75 años después de que lo acribillaron por la espalda a quemarropa, resurgió en las montañas del sureste mexicano, entre los más humildes, en el corazón olvidado de la patria. Y desde entonces camina de nuevo entre nosotros, Votán Zapata, guardián y corazón del pueblo.

Para quienes nacimos a inicios de la década de los noventa, quizá la Revolución Mexicana sea tan sólo un pálido destello de la historia que no alcanzamos a comprender. Pero hubo un movimiento social y político que reavivó la llama de la insurrección a finales del siglo veinte. El levantamiento armado zapatista en Chiapas vino a recordarnos a todos lo que el EZLN, y quienes nos adherimos a su Sexta Declaración de la Selva Lacandona, sabemos muy bien, es decir, que Emiliano Zapata no murió, y que, por el contrario: Zapata vive, y ya lucha sigue.

El Ejercito Zapatista vino a poner sobre la mesa apenas unas cuantas enseñanzas que para el mundo de hoy significan poca cosa, pero para quienes son dignos y rebeldes, resuena con fuerza: la lucha por la democracia, la libertad, y la justicia. Desde 1994 hasta ahora, el movimiento zapatista ha pasado por no pocas transformaciones, pero jamás se ha vendido, se ha rendido o ha claudicado. Y para quienes hemos seguido (o hemos intentado seguir) de cerca sus pasos, hemos aprendido y hemos cambiado con ellos.

Para mí, el zapatismo ha sido una escuela, una de las más importantes de mi vida. Y, si me lo preguntan, diría que su mayor virtud ha sido no sólo que ha sobrevivido a lo largo del tiempo —aunque “ya no estén de moda”, y hayan perdido la presencia mediática que tuvieron hace tiempo (cosa que, por lo demás, no tiene ninguna importancia para quienes aprenden a escuchar)—, sino que han aprendido a cambiar y transformarse con los años, creciendo y evolucionando.

Irónicamente, levantar el nombre de Zapata nos ha enseñado a ser iconoclastas, porque hemos entendido que Zapata no es un hombre. Él no murió, simplemente se hizo nosotros. Y una de sus primeras enseñanzas fue que no eran necesarios líderes, ni caudillos, ni mesías, ni salvadores. Lo que importa es el colectivo. Por eso, aquella madrugada del 1° de enero de 1994, fueron los gigantes indígenas que descendieron de las montañas los que nos hicieron saber que Zapata había renacido en colectivo.

A ciento cinco años de aquella supuesta muerte a mansalva, doy fe de que Zapata no murió. Por el contrario, Zapata vive, y la lucha sigue. Pero lo más importante de todo: es que ha aprendido a transformarse con el tiempo. Porque no olvidemos lo más importante: si la lucha sigue es por algo, y hoy más que nunca se hace necesario recordar su paso, porque aún hacen falta pasos que los caminen.

*Licenciado en Psicología por la Universidad Autónoma del Estado de Morelos (UAEM). Contacto: freudconcafe@gmail.com