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Serafín M. Robles

A su paso por su tierra natal, el general Zapata contempla, deteniéndose, el humilde hogar de sus padres, convertido también en cenizas.

En las postrimerías del gobierno usurpador del general Victoriano Huerta, los soldados del estado de Morelos en particular y otros de los estados donde había núcleos de rebeldes zapatistas, sólo eran montones de cenizas y ruinas. Por doquiera se veían escombros de materiales, maderas y paredones ennegrecidos por el humo de los incendios. Los pueblos eran desiertos, la hierba había crecido en los patios y corrales de las casas inhabitadas, en las calles había breñales también y las huertas de árboles frutales eran ya unos montes.

[…]

Las tropas gobiernistas, al incendiar las casas en los pueblos, lo hacían por el grave delito de ser sus moradores hijos del mismo estado de su caudillo, pues decían que en Morelos hasta las piedras eran zapatistas, de las cuales brotaban como alacranes; pero, más que por ello, lo hacían porque ante la impotencia de vencer y aniquilar en buena lid a las huestes surianas y a su jefe, se desquitaban con las casas, robando y destruyendo cuanto encontraban a su paso, vanagloriándose de llevar a cabo esos inicuos y criminales hechos como triunfos militares.

Como era natural, la humilde choza del caudillo de los zapatistas, situada en la falda del cerro de Anenecuilco, fue también pasto de las flamas por la tea incendiaria de las tropas federales al mando del general Luis Gerónimo Cartón.

En esa época de terror y exterminio, un día pasamos frente a las chozas de nuestro jefe Zapata, dónde nació y creció al lado de sus padres. De repente, el general Zapata, que iba seguido únicamente de su escolta y a su lado el que estas líneas escribe, refrenó su caballo al igual que los hombres que lo acompañábamos. Cruzó la pierna sobre la cabeza de la silla de montar, saco de la bolsa de su blusa un puro, lo encendió y, dando unas fumadas y lanzando al aire unas bocanadas de humo, fijó su vista unos instantes en el lugar donde nació, una choza heredada de sus mayores convertida también, como las demás, en ruinas; guardando un profundo silencio, turbado sin cesar por el gorjeo de los pájaros que se balanceaban sobre las ramas de los árboles frutales, por el canto de los cenzontles, primaveras, gorriones y pájaros llamados chaqueteros —porque al volar sus alas son de color rojo y el demás plumaje es negro, simulando las charreteras de los jefes y oficiales del ejército federal—, y las urracas, tordos y por el triste arrullo de las torcazas o palomas y huilotas, como si con ello quisieran alegrar o entristecer más el estado de ánimo que en esos momentos embargaba el alma recia y sensible del guerrero suriano.

Debe haber pasado por su mente atormentada el recuerdo de su infancia y los años mozos conviviendo al lado de sus padres y hermanos, los primeros ya desaparecidos de este valle de lágrimas; de cuando, ya en edad adulta, por no plegarse al servilismo y sumisión de las malas autoridades, caciques, capataces y hacendados, ocasionó muchos pesares y zozobras a sus queridos padres, teniendo que ausentarse de ellos y de ese lugar que tenía ante sus ojos.

Algún tiempo permaneció en ese estado de meditación que nosotros respetamos con gravedad, viniendo también a nuestra memoria el hecho de que también nosotros dejamos abandonados a nuestras afligidas madres, hermanos, esposas e hijos, para engrosar las filas de la revolución al lado de nuestro querido general Zapata que defendió una causa justa: la nuestra, la del pueblo humilde, la de los campesinos, corriendo igual suerte nuestras casas o jacales allá en nuestros pueblos de origen a manos de los pelones a quienes combatíamos al lado de nuestro jefe Zapata.

Con un dejo de tristeza y de coraje a la vez, dirigiéndose a mí, como para desahogar su pesar, me dijo:

—Mira Robledo, esta es mi casa —señalándomela con el dedo—. Aquí nací, aquí está enterrado mi ombligo, aquí crecí, y este lugar, este pequeño jirón de nuestro querido estado, es para mí muy sagrado y el único patrimonio o herencia que legaré a mis hijos. Algunas ocasiones me ausenté de aquí, huyendo de los malos gobiernos para salvar mi vida, dejando a mis padres solos y sumidos en una gran desolación, pues mi hermano Eufemio también me acompañaba en estas ausencias por iguales motivos o para ayudarme a fin de no caer en manos de la Comisión —así se denominaba a las tropas del Estado o de la Federación—. Mi padre, al fin hombre, soportaba mis andanzas con valor y resignación. No así mi pobre madre que regaba lágrimas a raudales por mi ausencia y peligros a que me exponía. Y todo por mi carácter y el no permitir que se cometieran atropellos e injusticias en contra de mis amigos y vecinos de los pueblos. Mira cómo han quedado los pueblos; ésta es la obra del gobierno de Huerta y de los que le han precedido, pues, ya ves, por donde quiera que pasamos, sólo encontramos desolación, ruinas, dolor y muerte. ¡Pobre estado de Morelos!

Por ello, más tarde, nos decía:

—Sólo les encargo que, muerto yo, puesto que ya no podré defenderlos de los malos gobiernos, échenles harta bala, pues ya les enseñé cómo se hace una revolución. Díganles a los pueblos que, mientras yo viva, las tierras serán suyas; pero, cuando muera, que ya no confíen sino en sus propias fuerzas. Y que las defiendan a balazos.

Fragmento del libro de Serafín M. Robles (1883-1954), Recuerdos históricos de un guerrillero zapatista. Introducción, edición y notas de Gerardo Ramírez Vidal, Jonacatepec/Cuautla, Fondo de Lucha por la Democracia, 2023, pp. 203-207. Robles se refiere al período de terror del gobierno de Victoriano Huerta, pues menciona a ese general y no a los carrancistas. Este episodio sucedió entre abril y julio de 1914.