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– Conversación con José Donoso

Raúl Silva de la Mora

1995, Ciudad de México. El novelista chileno José Donoso descansa en una habitación de hotel, agotado, harto y a la vez indiferente. La vida se le iba escapando y él lo sabía. Las exigencias editoriales lo llevaron a una gira para presentar la última de sus novelas, Donde van a morir los elefantes (Alfaguara, 1995). Su imagen era la de un condenado a muerte, pero aceptó el diálogo:

  • De manera que terminar un libro es la antesala de la enfermedad…

Soy una persona que se enferma muy fácilmente. Sí, cada vez que termino uno de mis libros me sucede un accidente físico considerable, tanto que ahora que pienso terminar mi última novela tengo terror de morirme. Con este último libro (Donde van a morir los elefantes), luego de entregárselo a mi agente literaria, ella dio una gran fiesta para mí en Barcelona y al día siguiente amanecí en un hospital con una hemorragia que me costó tres días de coma, casi me morí, pero al despertar sentí el regocijo de estar vivo y con la posibilidad de seguir escribiendo. También, hace muchos años, al terminar otra novela me caí a la salida de una iglesia y me recogieron Luis Buñuel y sus hermanos, que me llevaron a la casa y me prepararon una sopa de ajo aragonesa que me despertó. Todo esto ha sido como un circo de los leones que arrebata partes de uno mismo, que allá afuera están esperando los monstruos, los que van a leer, a gozar y consumir un trozo de mi existencia.

  • ¿Qué cosas rescata de sí mismo?

Mi posibilidad de imaginación. Es algo que quiero, algo que uso y tengo muy vivo, lo que más respeto de mí mismo. Siento mucho cariño por mi facultad de expresarme con palabras, para mí es un festejo. Además, no veo qué otra posibilidad tenía, eso es lo que soy y lo que he sido, así nací y así moriré. No existió una elección sino más bien una definición bastante clara, desde muy temprano. Esa es la esencia de mi vida, donde estoy y lo que soy. Yo no soy otra cosa que mi facultad de escribir.

  • Háblenos de esta novela: Donde van a morir los elefantes, de sus encuentros y desencuentros con la cultura norteamericana.

Yo viví ese mundo como estudiante, por primera vez. De allí pasé a ser profesor y como profesor sentí un rechazo muy grande por parte de los americanos, una sensación de que para ellos los latinos somos distintos, cuando en realidad tenemos los mismos apetitos, vemos las mismas cosas, aunque quizá bajo otro prisma y con otra forma. En Estados Unidos, el contacto humano es un poco… ingenuo, simplificador como todo americano, un poco tontón. Creo que los norteamericanos buscan en los latinoamericanos algo sumamente ingenuo y primario. Es verdad, han producido la literatura más sofisticada de la tierra, pero probablemente por eso sean tan libres. Nosotros tenemos la obligación de ponerle sal al pájaro en la cola para que no se escape, de explicar cosas que son materialmente inexplicables. A nivel de la academia y de la inteligencia Estados Unidos es el país más sofisticado del mundo, tienen los profesores, las universidades y los estudiantes más brillantes, las mejores bibliotecas. Son infinitamente sofisticados, cosa que no pasa en otro nivel porque viven como impedidos, atrapados en ese impedimento que ponen para que el latino siga siendo un ser que está del otro lado de la valla. En Estados Unidos hay una contradicción espantosa, postulan una cosa y resultan ser otra, no hay una coherencia en la afirmación del ser, siempre existe una contradicción muy fuerte.

  • ¿Alguna vez ha pensado que sus historias pueden cambiar algo?

Yo nunca he sido un peleador para cambiar el mundo, porque para tener la ambición de cambiarlo hay que saber hacia dónde se quiere cambiar, saber que hay una verdad y yo la verdad no la conozco. Creo que la novela es una cosa mucho más ingenua. Recuerdo que una vez, estando en el Soko de Marrakech hacía un calor terrible, estaba cayendo la tarde, empezó a bajar el sol y la oscuridad se llenó de luces. Entonces llegaron los vendedores de camellos, los encantadores de serpientes, los contadores de historias, los acróbatas, los mercaderes y todos esos seres que encontraban su vida allí. De todos ellos, lo que me sedujo fue la figura del contador de cuentos. Eran hombres con la barba crecida, vestidos en desorden, pobres, que no tenían otro recurso que la memoria. Alrededor de cada uno de ellos se formaba un grupo y, como es natural, había uno que era el García Márquez y tenía un gran público que lo escuchaba atentamente y luego le daba mucha plata cuando ponía la mano. Había otro que era como uno, al que le iba más o menos, y otros que tenían muy poca gente a su alrededor. Me quedé escuchándolos sin entender su idioma, pero al ver sus gestos y la reacción del público entendí que estaban contando cuentos que venían desde muy atrás, desde siglos y siglos. Esos hombres eran seres envidiables. A mí me gustaría ser más un hombre de ese tipo y no un hombre que postula una verdad.

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