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Hiram Tinajero

El dorado le sienta bien a las alas de las libélulas, les tatúa la magia solar repartida en millones de puntos que bailan con rapidez, como las hadas que aparecen y desaparecen por el soslayo de nuestros ojos, una fracción de segundo en la que viven en nuestras pupilas sembrando la duda a nuestra razón ¿enloquecimos o fuimos privilegiados? ¡Nunca decir que no existen! esto las aniquila.

La muerte de un hada es más que un pecado. Es mejor disolver y olvidar la visión con un suspiro y dejar que esa bocanada le sirva a el hada que ahora vive en nuestro subconsciente y cuando sea que necesitemos su recuerdo, exhalemos y acuda en un santiamén trayendo la magia solar que también tienen sus alas.

La vida en el bosque no es para cualquiera, menos para los acostumbrados a calentarse con las pantallas y letreros luminosos de las ciudades. Entre la verde espesura los placeres son mayores pero pocos a los ojos inexpertos, en un metro cuadrado hay mucha más vida que en el metro de las urbes.

La cercanía con los grandes proveedores se remplaza con la lejanía de los grandes proveedores, las aves y las flores no pagan espacios publicitarios ni verificación.

Esa luz del sol que acaricia las hojas espinadas de los pinos y encinos tuesta pacientemente las bellotas para dar gusto a las ardillas que comercian en trueque armonioso con colibríes y pájaros carpinteros, todo es vida y alegría, todo en orden, todo en equilibrio… por eso es que quiero salir de aquí ya que no hay luz sin oscuridad ni día sin noche y de noche las aves ya no cantan, chillan. Las bestias en las sombras se arrebatan la vida sin piedad, la lechuza devora roedores que descabezaban grillos. Frías ráfagas de aire arrancan gemidos a las ramas de los árboles que hacen caer a las bellotas replicando pasos siniestros. La luna ríe y observa, es un colmillo afilado que no alumbra más de la cuenta una soledad aparente.

Un rasgo de humanidad no caería mal o quizás sí, nadie tendría que estar fuera de mi cabaña y aún así, oigo los pasos que rompen la hojarasca y mis nervios. Imposible ver en esa oscuridad, los murmullos roncos de aquella mujer sobresaltan mi respiración y por más que exhalo agitada buscando a el hada en mi cabeza y me repito que lo que alcanzan a ver mis ojos ahí afuera es una broma de mi razón, la luz no llega, solo en un par de rojas pupilas encendidas que por más que me repita —“Las brujas no existen, las brujas no existen”— ella no muere y sin embargo, ahora sabe mis deseos.

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