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GENERACIÓN

Hélène BLOCQUAUX*

Valentina alcanzó con pasos amplios y acelerados el presídium seguida por Alfredo, quien se sentó junto a ella con la mayor discreción posible. La conferencista tomó el micrófono para disculparse de su retraso ocasionado por un percance durante el camino y enlazó enseguida su discurso improvisado sobre el tema merecedor de su invitación de ese día.

El público juvenil permaneció con el rostro volcado hacia abajo. Tal parecía que captar la atención de la generación Z sentada en grupos dispares con sus teléfonos celulares conectados hacia otros horizontes -el vecino de butaca, el amigo en Japón, una persona pública en Twitter o un influencer capitalino- iba a resultar misión imposible. Algunos se rascaban los ojos, otros dormían abrazados como amigos entrañables, escribían mensajes con su índice derecho o realizaban memes en sus móviles.

Incluso otras conversaciones destacaban de manera espontánea en las esquinas más alejada del evento.

Arriba del presídium, Valentina y Alfredo, su Patiño traído para dinamizar su presentación, conversaban con el moderador con voces distantes que hablaban desconectadas de la audiencia.

Quien recibió la primera notificación sobre el labrador atropellado en la avenida fue Fernando, quien la republicó a sus quinientos contactos citadinos para que la persona que se encontrara más cerca del accidente pudiera llevar al canino a atención veterinaria urgente. La noticia se viralizó en minutos logrando así conmover a los usuarios de las redes. El mejor amigo de Fernando mandó un video en el que el perro estaba siendo atendido por una fractura en la pata trasera. Otros compañeros suyos, que habían escapado como el hombre invisible de la plática, estaban comprando lo que el perro necesitaba para su recuperación y consiguiéndole una familia temporal o definitiva.

En la primera fila debajo del presídium, varias manos aplaudían mecánicamente en señal de aprobación, o de desaprobación por la voz aguda y ahora gritona y cada vez más falsa procedente del presídium. La cámara apuntó de pronto a dos estudiantes, los cuales se acercaron al micrófono para formular una pregunta al azar. Querían salir a cuadro para presumir ante su familia.

Fernando se percató del estado extremo de nervios de Alfredo y de los tics y muecas de la mujer quien intentaba desesperadamente establecer una comunicación con su audiencia. La promesa tácita de una plática interactiva había desaparecido desde los primeros minutos pese a las intervenciones humorísticas, aunque de otra época del Patiño. Alondra decidió consignar sus impresiones en una nota compartida entre aquellos que seguían escuchando distraída y remotamente algo para recordar, aunque fueran palabras sueltas: “Hoy día, escuchar conscientemente al otro es un auténtico acto revolucionario. ¿Qué recibo si escucho, qué pierdo si no escucho?”

Valentina finalizó su discurso repitiendo argumentos consumidos dignos de repostes automáticos, consensuados y predigeridos. Alfredo se levantó para encausar los aplausos de cierre. Ambos se despidieron del moderador a quien no habían dejado siquiera presentarlos y regresaron a su coche. Un estudiante se acercó corriendo: “esperen, esperen… miren esta foto: son ustedes huyendo después de haber atropellado al labrador”. “Borra esa foto, gritó Alfredo”. “Aunque la borre, no van a poder impedir que el mundo conozca su cobardía, la acabo de difundir masivamente” contestó retador Fernando.

Nota: Los sucesos y personajes retratados en esta historia son ficticios. Cualquier parecido con personas vivas o muertas, o con hechos actuales, del pasado o del futuro es coincidencia, o tal vez no tanto. Lo único cierto es que no existe manera de saberlo y que además no tiene la menor importancia. Creer o no creer es responsabilidad de los lectores.

*Escritora, guionista y académica de la UAEM

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