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Alma Karla Sandoval*

Mario Vargas Llosa se pregunta cuándo se jodió el Perú. Recuerdo el café en el centro de Cuernavaca cuando entendí que, sobrios, habíamos descendido a otro círculo dantesco. Serían las seis de la tarde en la terraza de un café con flores trepadoras. En tres mesas liliputienses nos reuníamos a tallerear ficciones con el autor de una connotada novela histórica. Pero esa vez sería distinto. Nos acabábamos de enterar que habían asesinado al hijo de un poeta junto con otras personas. La noticia de los cuerpos, encajuelados, iba a torcer este cuento colectivo.

Nunca, pero nunca, un hombre había llorado en mi hombro preguntándose, “¿qué está pasando?” Nadie me enseñó a consolar, ni a gritar fuerte, ni a escribir dentro del caldero. Aprendí vía infierno cotidiano. En 2011 y 2012 tomamos las calles con aparente rendición que ahora es total. Gente lúcida reclama el porqué del silencio de estas fechas. Las razones de ese derrotismo en nombre del pellejo a salvo implican otra clase de lucidez que sólo se adquiere viviendo, no soñando en la comodidad de una torre de marfil de tercera categoría.

No obstante, muchos siguen presentando libros en una de las diez capitales más violentas del mundo, en cafeterías que son mucho más, significan escenarios para la puesta en escena de la dignidad restante. El domingo pasado miré sin prisas el atardecer en el balcón del Cine Morelos. Al salir, encontré en el estacionamiento de enfrente a mujer que me pidió ayuda para alumbrar con mi teléfono el interior de su auto y ver si tenía ahí dentro otras llaves del vehículo. La acababan de asaltar justo en la esquina de Rayón. Un tipo montado en esas diabólicas motos le arrebató la bolsa. Iba con su niña quien lloraba quedito, con esa resignación que sabemos de memoria. Aprendí a consolar, ya dije, en este territorio.

Volvamos a los libros mientras bajarte en la México-Cuernavaca a comer una quesadilla es arriesgarte a ser alimento de cualquier halcón. Escribo esa línea y sé que suena novelesco, pero es real como los ladrones del río no tan frío, pero sí contaminado, el Apatlaco, donde acaban de encontrar seis cadáveres y leo ahora mismo que sujetos armados acribillaron un cortejo fúnebre en el panteón “La Asunción”. Me pregunto cuándo entenderemos las implicaciones de esta violencia en lo que somos, en lo que llaman identidad, y se construye o se destruye a golpe de detalles que ojalá los cronistas del mañana sepan describir.

Me asomé a La virgen de los sicarios de Fernando Vallejo antes de conocer a fondo la realidad de la Bogotá uribista del 2005, cuando los aviones del ejército tomaron La Candelaria y se “limpió” el centro para beneplácito de los amantes de la mano dura. No le creí a Vallejo eso de las ejecuciones a plena luz del día, de los charcos de sangre en las calles de Medellín. Como muchos lectores, perdí la inocencia pronto. Me tocó ver esa sangre fresca un domingo por la mañana en la Plaza de los Periodistas de Bogotá, donde hice un posgrado. No imaginé cuánto estaba el destino preparándome para regresar a México antes de la guerra calderonista declarada al narcotráfico. La exageración de Vallejo no era más que periodismo disfrazado de literatura.

Después Pérez-Reverte salió con otros de sus dislates sosteniendo (pero no como Pereira) que, si él fuera mexicano, ¡qué novelas no escribiría! He pensado mucho en eso. También me pregunto, un poco más de quince años después de la guerra a la que hemos sobrevivido y no para por más transformaciones, dónde está esa narrativa que prevalecerá, si en la propuesta de Elmer Mendoza, en las crónicas que se vuelven series de Netflix y escribe Diego Enrique Osorno, en los huracanes de Fernanda Melchor, en las cenizas y las casas de Brenda Navarro, en el indio que se borra de Luis Felipe Lomelí, en la perra brava de Orfa Alarcón, en la niebla ardiente de Laura Baeza, en los cuentos de Carlos Velázquez o Antonio Ortuño, en la reflexión de Emiliano Monge; sin olvidar, claro, el verano de Cristina Rivera Garza, los frutos maternos de Daniela Rea, la feralidad de Gabriela Jauregui y el desierto muy sonoro de Valeria Luiselli.

En Colombia me hablaron de la “novela sicaresca”. Ahora, cuando imparta clases, tendré que referirme a la literatura de la violencia costumbrista en México.

*Escritora

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