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José Iturriaga de la Fuente

LENGUA CON MILANESAS CHINAS 

En 2006 estuvimos en Turín, donde tuvo lugar el congreso Terra Madre organizado por Slow Food, con asistencia de 6,200 delegados de 120 países. Fuimos 86 mexicanos, la mayoría productores de alimentos orgánicos o tradicionales o artesanales o indígenas o en peligro de extinción, y asimismo algunos chefs. La fuerza que ha tomado el movimiento internacional Slow Food –de origen italiano, respuesta antitética de la fast food-, podemos apreciarla en su capacidad de gestión y de convocatoria: la mayoría de los delegados del mundo íbamos invitados con todo pagado, desde el avión, y la inauguración del evento la realizó el presidente de la república de Italia; en el 2004, la clausura la hizo el entonces príncipe Carlos de Inglaterra.

Aunque yo no soy cocinero profesional ni productor agropecuario o industrial, me encargó Slow Food seleccionar e integrar a la delegación de nuestro país, al igual que en 2004 lo hice. En ellas estuvieron representados alimentos mexicanos como el xoconoxtle y otras tunas, el amaranto, el chile manzano, cacao, aguacate, quesos de oveja y cabra, panes típicos, miel de abeja y de maíz, chapulines, sal marina, camarones y langostas, pescado blanco de Pátzcuaro, frutas secas, cristalizadas, compotas y mermeladas, y mezcales, para solo citar algunos. 

Paralelo a Terra Madre, se llevó a cabo asimismo en Turín el Salón del Gusto, magna exhibición y muestra de alimentos y bebidas, principalmente italianas, pero también de otros países de Europa y algo de otros continentes (había mezcales mexicanos de 14 estados de la república). ¡Qué embutidos y carnes frías, qué quesos y qué vinos! De toda la exposición, lo que más me gustó fue la porcatta: un cerdo entero, increíblemente deshuesado por completo, se rellena con sus cuatro extremidades, asimismo sin huesos, y especias, y se amarra con reatas para hornearlo como zacahuil huasteco, pero sin envoltura, o como niño envuelto gigante; resulta un enorme cilindro horizontal, con cabeza y sin patas, con la piel deliciosamente dorada, que se sirve a rebanadas en un buen pan. Por supuesto, acompañado con una copa de tinto.

Al regreso estuve en Milán y, después de una semana de exquisita comida italiana y sobre todo piamontesa, lo que se me antojaba era algo más exótico, de manera que me fui al barrio chino y entré al restorán que más me latió. Se llama “China Snack Bar”. La dueña y la mesera –milanesas chinas- me consecuentaron mucho, pues mi italiano es casi tan escaso como mi chino y de inglés o español no hablaban ni papa. 

Primero pedí una sopa de wontones o ravioles orientales y le puse salsa picante hecha en casa (muy rica, por cierto); como ya hacía frío a principios de noviembre, me cayó deliciosa. Luego escudriñé la carta y pedí trippa de maiale fritta; aunque no sabía qué es maiale, la trippa no tenía mucho margen de error: o era intestino o era estómago (como en inglés, tripe, que es la panza de res). Como me encantan las vísceras, iba sobre seguro. En efecto, estaban deliciosas, fritas doraditas, una especie de machitos sin enrollar (luego supe que maiale es cerdo; ¡bienvenido!).

Como aun me quedaba apetito -y mucho antojo-, volví a estudiar la carta y analicé la posibilidad de pedir lingua di anatra. Por supuesto que no sabía qué animal sería ése, pero como la lengua es de mis sabores consentidos, me incliné por ella (yo suponía, con alta probabilidad de acertar, que lingua era en efecto lengua). El alto precio (que solo pago en casos de especial interés gastronómico y nunca por botarate) y las amables protestas de la dueña cuando pedí ese platillo, me hicieron pensar que era muy abundante; como iba yo solo, era evidente que se le hacía un exceso pedirlo como tercer tiempo. Más dudas me entraron cuando señalaba el reloj, dándome a entender que se tomaría un buen tiempo atender mi solicitud. Como quiera que fuera, mitad por goloso y mitad por terco y curioso, no cejé en mi empeño (aunque sí tuve que esperar una buena media hora, entretenido con un par de cervezas, lapso que casi me hizo flaquear, si bien ya no había lugar para ello. Como la lengua suele ser muy dura, supuse que estaría cociéndose a partir de cero. Y así debe haber sido).

Por fin llegó el esperado platillo, el cual, para mi sorpresa, no venía en un platón, ni siquiera en un plato trinchador; estaba presentado en un plato más chico. Y el azoro aumentó cuando no vi por ningún lado el trozo o rebanadas de lengua que imaginaba. Eran unas 15 o 20 pequeñas tiritas de carne exquisita, con un alma o parte central ligeramente más dura, como cartílago, y estaban horneadas con una especie de fino adobo aromático, como sazonado con flores. Me fascinaron.

La dueña, intrigada, se acercó a preguntarme qué me parecía mi selección (creo que eso me decía. A los italianos les entiendo bastante su idioma, primo como es del castellano, pero esa versión con acento chino escapaba por completo a mi entendimiento). Le expresé mi gran satisfacción y le pregunté a señas de qué animal eran las lenguas (podían ser de aves o de ratones o de peces o adivinar de qué). Cansada de explicarme con palabras, estiró los dedos de la mano derecha, levantándola curveada, y moviendo arriba y abajo el pulgar, me dijo: “cuac, cuac”. Me quedó clarísimo. Luego confirmé que anatra (con acento en la primera a) no es más que un pato. Y no es poca cosa, ¡qué maravilla! Ni en tres viajes a China había tenido la suerte de comer esa delicia.

Vamos a sugerirle al excelente “Log Yin” de Cuernavaca que sea el primero del país en ofrecer a nuestros paladares las lenguas de patoaromatizadas.  

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