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MANTELES LARGOS PARA RATAS A LA MANTEQUILLA

José Iturriaga de la Fuente

Una de las giras de trabajo más cordiales y divertidas que me han tocado la realizamos por la Huasteca potosina un grupo de amigos: el poeta Eudoro Fonseca, a la sazón director del Instituto de Cultura de San Luis Potosí, Armando Herrera, colaborador de Eudoro que con el tiempo tendría altos vuelos por cuenta y méritos propios y que viviría años aquí en Cuernavaca, el connotado arqueólogo Lorenzo Ochoa y yo.

Cumplimos a cabalidad con el programa de trabajo que nos habíamos impuesto, ciertamente intenso, el cual nos llevó desde la capital del estado hasta Ciudad Valles y luego, para rematar, hasta Tampico, donde tuvo lugar la presentación del libro más reciente de Lorenzo, en la cual me tocó participar, muy honrado.

Por cierto, que solo hubo un pequeño contratiempo en esa presentación, fácilmente resuelto a última hora. Llevábamos desde la ciudad de San Luis, para tan eximio evento cultural, un garrafón con un maravilloso aguardiente casero curado con maracuyá (pues ya se produce en esa entidad la exótica fruta de la pasión) y de probadita en probadita nos lo acabamos en aquellos tres días (más bien en las noches, pues de verdad que de día se trabajó duro). En la presentación se salvó el compromiso de anfitrionía ofreciendo un textual “vino de honor”.

No hubo asunto comestible (y líquido) que no fuera tratado en aquellas pláticas interminables durante los prolongados trayectos de carretera, pasando en muy repetidas ocasiones del dicho al hecho.

Entre tantas materias gastronómicas, quedó evidente mi afición a probar todos aquellos animales que en algún lugar se acostumbre comer, lo cual llevó a que se me preguntara: “¿Has comido ratas?”. Debí confesar que no, quedando de por medio mi prestigio de comelón exótico. Con la amabilidad que caracteriza a Eudoro, me ofreció conseguírmelas en la mismísima capital potosina y al ver mi entusiasmada reacción, tomó el teléfono celular y marcó a su oficina, desde una brecha de la Huasteca en la que andábamos. Pidió a la secretaria que le pasara a cierto colaborador, y ya en la línea le dijo:

-Por favor, vas al mercado “16 de Septiembre” y en la parte de atrás, en el exterior, se pone una señora que vende ratas de campo-. Y tapando la bocina me preguntó: – ¿Cuántas quieres, Pepe?-.

-Doce, de ser posible. Ya sin piel, pero que les dejen la cabeza y las patitas, para que se vea que no son ardillas.

Le acabó de pedir el favor a su interlocutor y luego agregó:

-Si no te molesta, las congelas en tu casa [aquí se rio con fuerza mi amigo] y mañana compras una hielera desechable para que me las lleves al aeropuerto. Nos vemos ahí en la noche, una hora antes de que salga el vuelo a la ciudad de México [y remató con otra carcajada].

Muy agradecido, le pregunté a Eudoro a qué se debieron sus expresiones de hilaridad en el teléfono, y me contestó que su compañero de trabajo había comentado, cuando le pidió congelar las ratas en su casa: “¡Mi esposa me va a correr!”. Y, discreto como es, no agregó nada más.

Como insistí en mi pregunta (porque se había reído en dos ocasiones), se vio forzado a decirnos que la despedida del comisionado para conseguir los roedores fue: “¡De seguro son para el licenciado Iturriaga!”. No sé si sentí satisfacción porque mi reputación de explorador del gusto ya rebasaba el ámbito de los parientes y las amistades.

Cumplida la cita aeroportuaria y recogido el encargo, volví a México y el domingo siguiente organicé una rumbosa comida familiar con mi madre, mi esposa, mis hijos y mis cuñados. Como la carne de los animales silvestres suele ser dura, porque están en continuo movimiento (a diferencia de los estabulados), cocí las ratas con poca agua, bien sazonadas, y, ya muy suavecitas, las tuve a punto para freírlas ligeramente en mantequilla al último momento, sin dorarlas. (Un error frecuente es guisar de modo muy elaborado ese tipo de animales de caza o alimentos raros, ocultando su sabor; es el caso del pavo de monte en mole o del venado en adobo o de las tortitas de escamoles en salsa, donde nadie se entera del verdadero sabor del ingrediente sustantivo).

Solo acompañé a los múridos con bolillos recién salidos de la tahona y un buen vino tinto. Cada plato individual lucía una rata entera; estaban exquisitas, el banquete fue un éxito y diez de los doce comensales se comieron su ración, incluido Emiliano que tendría unos seis años de edad. Quienes me fallaron sin probar bocado fueron Silvia (lo que era de esperarse, pues es una mujer bastante equilibrada) y mi madre, lo cual sí me sorprendió mucho, ya que era una gran golosa desde siempre. Mi libro La cultura del antojito está dedicado a ella con una verdad de a kilo: “A María Eugenia de la Fuente de Iturriaga, mi madre, a quien le debo ser tan antojadizo; de niño nunca le pedía dinero para dulces, sino para antojitos que compartíamos”.

En honor a la verdad, debo decir que solo Eugenio –en ese tiempo veinteañero- y yo nos comimos a los animales completos, incluidos los sesos. De hecho, nos comimos los de las doce ratas, pues por fortuna para nosotros estábamos entre amateurs (aunque quizá en el ánimo general influyó que las ratas de campo son idénticas a las de las cloacas urbanas. Comerlas fue un acto de fe en la marchanta que las vendió). Lo que sí nadie perdonó, después de acabar su platillo en razonable proporción, fue limpiar el plato, a la francesa, con el excelente pan.

Debo confesar que, contra mis costumbres, cometí un desperdicio. En lugar de aprovechar el caldo de las ratas para hacer unos fideos deliciosos o un arroz, lo tiré al lavadero.

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