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Arturo Núñez

Si de cinco letras en su nombre, cuatro de ellas las contiene la palabra cielo, es una condición que explica por qué algo o alguien un día la rescata del anonimato y la muestra ante los demás como dueña de un destino noble.

Cuando soñar era su pasatiempo, quizás en sus mocedades, Celia seguramente no deseó llegar a su madurez tejiendo los segundos frentes a un socavón inmundo convertido en tiradero de indolencias, olvidos, silencios cómplices y transacciones en lo oscuro. Como casi todos, quizá pensó en la vida como en una madre bondadosa que un día nos haría sujetos de todos los merecimientos por habernos sometido durante décadas a una rutina humilde de aceptación de las promesas, al trabajo rudo y mal remunerado y a la escasez en la mesa; por haber pagado nuestros impuestos, votar como Dios manda cada trienio por tiranuelos de sonrisa ensayada y seguir los preceptos del cura dominical que esconde en la sotana otro discreto tiradero de inmundicias. Pero la vida es así, suele empañar poco a poco el azul de la imaginación y nos lo cambia por matices grises que quisiéramos deshacer con nuestras manos; sin embargo, insistimos, llenamos de rojo nuestros pasos, buscamos los verdes para el solaz de nuestros ojos e, incluso, nos atrevemos a soñar con el blanco durante el reposo nocturno.

A Celia le brilló la esperanza en la mirada al darse cuenta una mañana de que no estaba sola con su destino de vapores fétidos y pájaros carroñeros. Tezontepec, el cerro que ya no es, por obra y gracia de una súbita comunión ciudadana podrá convertirse un día en un parque público lleno de pájaros y ardillas, donde corran los niños para huir de los complots digitales, ejercitar sus músculos y escapar por ratos de las neurosis de sus madres. Habrá fuentes en el parque con agua limpia de los manantiales de Chapultepec y funciones de payasos felices que contarán cuentos de dragones y de héroes que rescatan a las brujas buenas, esas que saben de hierbas y conjuros para alejar los malos augurios y sembrar semillas de fe en las sonrisas de los niños. Todo eso sueña Celia cuando no duerme, y entre una tristeza y otra, entre una tosida leve y otra más fuerte por el impacto del aire tóxico, nace en su rostro la sonrisa, como un prodigio. Y cuento esto para que todos lo sepan: en medio del oprobio, muchas más veces que en los templos, germinan los milagros.

Desde entonces Celia se levanta con el sol, o antes, si el astro rey se amodorra detrás de las nubes. Con el teléfono-cámara en sus manos se planta firme en la orilla del acantilado artificial que inicia a ocho escasos metros de su casa. En cuestión de minutos registra tres o cuatro fumarolas emergiendo desde lo más hondo de ese infierno subterráneo que confirma la existencia de los demonios. Piensa en ellos y tiene ganas de maldecirlos, porque su nieto ha ido a dar cuatro o cinco veces al hospital a causa de los malos aires, porque ella también tiene sucios sus pulmones, porque sus nuevos hermanos y hermanas que antes sólo eran sus vecinos también padecen lo mismo; porque la impotencia es un fácil extravío. Sin embargo, ella sabe que no es como ellos; que aquellos, aunque anden por el mundo con careta de ciudadanos probos, tienen cuernos en su testa que no son invisibles para nadie, y algunos se exhiben en los anuncios espectaculares con sonrisas baratas de celofán con las cuales pretenden conquistar futuros votos y curules, sin saber que esa misma sonrisa delata su sevicia y ambición. Quisiera gritarles a los dueños de estas tierras corrompidas que no tienen derecho alguno a enturbiar el aire que respira, que, aunque la hayan amenazado alguna vez y conozcan su rostro, su casa y su mirada férrea, ella seguirá luchando por ese aire que es de todos, aunque a diario la indiferencia y la apatía de muchos camine sarcástica a su lado.

Enseguida, como cada día, Celia monitorea la calidad del aire, o su malignidad, y nos cuenta la historia que se ha vuelto cotidiana desde hace ya cien días o un poco más: que las partículas de CO2 rebasan en tres, cuatro o cinco veces el máximo permitido por las normas internacionales, y sabremos nuevamente de los riesgos de estar viviendo y respirando alrededor de la ex mina de tezontle y a algunos kilómetros a la redonda; y damos fe, todos, en la privacidad de nuestros espacios, de que nos estamos acostumbrando a estos malos olores que enferman nuestro cuerpo y nuestro ánimo, del mismo modo en que nos acostumbramos a la violencia generalizada, a los policías de tránsito corruptos, a los políticos mayoritariamente nefastos, al burocratismo insufrible en la aplicación de la ley y, lo más triste, a la complicidad del silencio. Después, como consuelo débil, llegan algunos elementos de protección civil, traen pipas de agua, inundan con el sagrado líquido las oquedades por las que emerge el humo y mañana todos seguirá exactamente igual, porque es todo lo que saben hacer, por lo visto ningún especialista los ha convencido de que el oxígeno del agua sólo produce combustiones mayores en los lechos carbonizados y encendidos a muchos metros de la superficie. Por lo anterior, parece que ni la lluvia podrá ayudarnos gran cosa. Y como cada día, nos sentimos impotentes porque el aire sigue igual de sucio. Pero Celia se levantará al día siguiente con la misma encomienda, consciente de que hemos acudido a todas las instancias posibles y el papeleo ha sido cansado y no demasiado fructífero hasta ahora.

Me gusta imaginar a Celia con alas en su espalda. La veo lanzarse sobre el enorme socavón y volar encima de él, recorrerlo todo esparciendo polvos necesarios sobre los respiraderos del diablo y regalarnos el placer de abrir por completo nuestras ventanas para inhalar profundo a las seis de la mañana, al mediodía, en las horas del ocaso o justo antes de dormir. Sé que lo haría, si fuera un ángel y otros más la ayudaran, alados o no. Gracias a esa magia volveríamos a creer, aunque a tientas, no en la buena voluntad de los funcionarios públicos, porque esa es inmanente a su cargo, sino en su capacidad de enfrentar sin distingos las problemáticas de su comunidad y resolverlas; a confiar en la escuálida responsabilidad de los dueños de esos terrenos depredados por el afán del dinero y verlos enfrentar las consecuencias de sus yerros; podríamos mirar de frente a un alcalde dispuesto a darnos la cara ante esta tragedia ecológica, aunque esto último parece impensable, pues tiene su mira puesta en sus ambiciones políticas, en ninguna otra dirección.

Celia podría llamarse también Silvia o Leticia. Cambiando el género, podría convertirla en Miguel Ángel, Raúl, Fernando o Servando ―aún hay muchos nombres femeninos y masculinos que merecerían mención―. Sin embargo, Celia es la chispa encendida desde mucho antes del primero de abril, fecha que es punto de llegada y de partida.

Todas las pesadillas dejan de serlo al despertar. Esta no. Cada amanecer, Celia nos ofrece constancia de que ahí sigue. Pero este dinosaurio debe fenecer algún día, aunque nazcan otros en alguna parte para dar constancia de la sentencia eterna del implacable Monterroso.

Infinitas gracias, Celia.

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