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HAY QUE PENSAR, AUNQUE DUELA

Vicente Arredondo Ramírez *

Hacer siempre las cosas con “el menor esfuerzo” parece ser una tendencia natural de la condición humana. Nuestra vida está llena de atajos, no sólo para acortar el tiempo de acceso a un lugar, sino para todo lo que hacemos, incluido el ejercicio del pensar.

Alguien dirá que el buscar atajos responde a la necesidad racional de ser eficientes en el uso de nuestro tiempo y de nuestros recursos; sin duda, pero también podría ser la expresión de una visión pragmática de la vida, en donde la norma es la búsqueda de lo fácil, de lo rápido, de lo más económico, de lo que no crea conflicto, y de lo políticamente correcto. En efecto, encontrar atajos para alcanzar pronto una meta deseada puede ser fruto de la inteligencia, aunque también pudiera ser prueba de falta de ella, y reflejo de pereza mental. Encontrar atajos, para sortear obstáculos, puede quitarnos la oportunidad de mejorar las cosas y de aumentar la calidad nuestra vida personal y colectiva.

En la dimensión personal, lo más sencillo y práctico para todos sería vivir bajo formas convenidas de interacción con la naturaleza y con los otros seres humanos que fueran claras, sencillas, y gratificantes, para no ir por la vida buscando atajos para evitar conflictos, y desencuentros.

En la dimensión social, cuando se trata de problemas de amplio impacto, como la pobreza, el desempleo, la insuficiencia de servicios de salud, y la inseguridad, lo común es también buscar “atajos mentales” para escaparnos en lo posible de dichos problemas, sin importarnos la forma en que están afectando a los demás. Nos convencemos de que no tienen solución y de que siempre estarán presentes. Nos parece algo “normal” el que cada quién se aboque a resolver sus propios problemas personales y familiares, como pueda, como se le ocurra, por las vías correctas o incorrectas, con “palancas” o sin ellas, con sobornos o sin ellos, con esfuerzo o sin él, con dignidad o sin ella.

Desde luego, el mayor “atajo mental”, ampliamente compartido, es creer y esperar que el gobierno resuelva todo tipo de problemas sociales. Le reclamamos su falta de interés o capacidad para hacer lo que cada quién pensamos que el gobierno debe hacer, ya que ni siquiera existe claridad y consenso sobre lo que realmente hay que esperar del gobierno. Cuando se llega el tiempo de procesos electorales, como es ahora el caso de México, se agudiza la tendencia a responsabilizar al gobierno de todos los problemas existentes, y se renueva la ingenua confianza de que el nuevo gobierno resolverá todo a nuestra medida.

Cuando se buscan las causas de los problemas sociales, los ciudadanos no aparecemos como materia de análisis y diagnóstico. Nos vemos sólo como víctimas de lo que hacen o dejan de hacer, tanto los poderes gubernamentales a quienes elegimos, como los poderes fácticos que son controlados por gente que no elegimos. Al colocarnos nosotros mismos fuera de la ecuación, y no entender por qué existen esos problemas, nos ponemos en modo escéptico, o bien, nos sentimos decepcionados, impotentes, o simplemente, desinteresados. Por eso buscamos “atajos mentales” para seguir viviendo.

Pensemos simplemente en el problema eterno de la pobreza, la marginación y la falta de oportunidades de grandes núcleos de población, en nuestro país y en el mundo. Gobiernos vienen, gobiernos van, con su respectivo discurso y sus correspondientes programas sociales, casi siempre de contención del problema, más que de su solución. Instancias internacionales, como la Organización de Naciones Unidas (ONU) o privadas con vocación de ayuda social refrescan cada determinado tiempo los diagnósticos y las soluciones, pero los problemas continúan. ¿A qué se debe eso? ¿Es tal la pereza mental colectiva que nos impide encontrar soluciones eficientes y consistentes? ¿Es un problema de voluntad política, de falta de recursos financieros o de falta de imaginación?

La respuesta correcta a estas preguntas es que todas esas causas, y otras más, explican la persistencia del problema; sin embargo, yo enfatizo como causa la falta de imaginación, y la falta de pensamiento creativo. Lo digo por dos razones: la primera, porque vivimos en un mundo de “masas atontadas” por el contenido y la forma de lo que transmiten los medios de comunicación convencionales y digitales; ellos reflejan la vida en instantes visuales y auditivos, lo cual provoca experiencias sensibles, pero no estimula el pensamiento.

La segunda razón, es la incapacidad generalizada de estructurar nuestra forma de pensar. La lógica formal y la epistemología son campos del conocimiento ajenos a prácticamente todo el mundo. El “pensar con corrección” y el “pensar con verdad” son competencias humanas que no se enseñan, por ser difíciles y peligrosas para el “status quo”. Entender cómo opera el mundo, y en nuestro ejemplo, qué es lo que explica la pobreza y la marginación, es acercarse a la verdad de las cosas, y la verdad “no peca, pero incomoda”. La verdad es dolorosa, porque rompe la “seguridad” que nos brindan nuestra ignorancia y nuestros prejuicios.

El pensar duele, no sólo porque nos exige disciplina personal, sino porque nos conduce al mundo de “la cruda realidad”, a la verdad de las cosas. ¿Qué hacer, entonces? ¿Seguimos siendo parte de una “masa atontada”, o empezamos a imaginar soluciones reales a los problemas sociales, con o sin la ayuda de la inteligencia artificial, con o sin la existencia de políticos de oficio?

* Especialista en temas de construcción de ciudadanía.

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