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DELICIAS OAXAQUEÑAS

JOSÉ ITURRIAGA DE LA FUENTE

En el estado de Oaxaca, el angosto valle de Usila casi se reduce a las vegas del río; entre sus cultivos desta­ca la vainilla: la polinización, que antes realizaban los colibríes, ahora los indígenas chinantecos la efectúan a mano, con una habilidad casi microscópica; utilizan un palillo que simula el pico del pequeño pajarito, prístino responsable de la fecundación en esas orquidáceas.

El entorno de la región se complementa con las plantaciones de árboles de hule, para la producción de caucho natural; con los cañaverales que, cuando están en flor, semejan una danza de plumas grises al son del viento -y que acá en Morelos conocemos bien-, y con el axiote, de flores encarnadas para sazonar numerosos platillos y colorear mejillas…

Por el mismo rumbo, en Tuxtepec, la variedad de los guisos y diferentes maneras de preparar los plátanos (sobre todo machos) es tal que hay todo un recetario específico al respecto, con recetas tanto saladas como dulces. Destacan el “machuco” de plátano verde (parecido a los “tostones” cubanos), los rellenos de carne, el “pilte” de plátano tierno y otro con pollo, el mole verde con plátano, las chalupitas de ese fruto y numerosos postres y pasteles de lo mismo.

A una hora de Tuxtepec, hacia el Istmo, está Nuevo Ixcatlán, pueblo de indios mazatecos reacomodados hace más de medio siglo por la construcción de la presa de Temazcal. Sus tamales de arroz son tan ricos como raros; no están a la venta, sino que se trata de elaboración familiar para festividades. ¡Ojo, querida amiga chef Lynda Balderas!, experta morelense en preparaciones de arroz…

Pocos fuereños han comido en las costas oaxaqueñas la cucaracha de mar, con sabor y textura muy parecidos a los de la langosta, aunque son mucho más pequeñas que ésta. Tampoco es frecuente haber comido un delicioso molusco, el caracol púrpura, ¡y qué bueno!, pues se trata del animal que proporciona una fina tintura -en realidad más lila que púrpura- que engalana los huipiles, a la par que la grana cochinilla. Para obtener la secreción colorante del caracol se le “ordeña”, esto es, se le soba “la panza” y entonces se estimula y expulsa ese líquido lechoso que, al oxidarse, toma el color mencionado.

En la ciudad de Oaxaca se pueden degustar ejemplos gastronómicos tan deliciosos como raros (para quienes no son de allí). Tal sería el caso del tejate, bebida a base de maíz y cacao cuyo sabor se enriquece con la almendra del hueso del mamey y con pétalos de rosa. Conjuga su rica delicadeza con su exotismo, a diferencia del pozol tabasqueño o del tascalate chiapaneco o del tesgüino tarahumara, que más bien están reservados para paladares iniciados. En cambio, el tejate fascina desde la primera vez. Se le consigue delicioso en el mercado principal de la ciudad, servido en jícaras decoradas con pinturas de colores.

Allí mismo, por cierto, está el famoso puesto de aguas frescas de “Doña Casilda” (ahora atendido por sus hijas), con su agua de chilacayota y otras, donde me sucedió un divertido incidente. Fuimos a tomar su prestigiada horchata de arroz, servida con un chorrito de jugo de tuna morada molida que, sin revolverse con la blanca horchata, le introduce una franja de intensa coloración magenta; le agregan, además, cuadritos de melón y nuez en trocitos. ¡Es maravillosa! Pues bien, acabábamos de pedir tres –para Silvia, Emiliano y yo-, cuando llegó un grupo de cuatro señores de guayabera a pedir lo mismo. La hija de doña Casilda pospuso nuestro pedido para atender a sus otros clientes que, bien se notaba, eran habitués e influyentes. Con toda cortesía, como si yo pensara que era un error involuntario de ella, le hice notar que nosotros estábamos primero y, de inmediato, el principal de ese grupo le dijo, con gran amabilidad: “Claro, si los señores estaban antes; cuide mucho al turismo, para que vuelvan pronto”; tomadas nuestras deliciosas horchatas, nos despedimos amistosamente. Al día siguiente, en el periódico que por las mañanas introducían bajo la puerta de nuestra habitación del hotel, Silvia me enseñó en primera plana la fotografía de esa misma persona: era el gobernador Diódoro Carrasco. Con el tiempo lo traté otras veces y ciertamente tiene la gentileza característica de los oaxaqueños.

Ese mercado tiene mucho más secretos, desde los desayunos con “La Abuelita” –con chocolate de agua y pan de yema-, hasta el pasillo de las carnes asadas (donde, a la hora de mayor demanda, se dificulta la visibilidad por el humo de los anafres de carbón, pues el tasajo de res, la cecina de puerco enchilada, la tripa y la longaniza allí se compran por kilo y en los mismos puestos los asan, comiendo los clientes en grandes mesas compartidas con sus bancas, donde se les vende también tortillas, nopales, otros aderezos y salsas). Nuestra cecina de Yecapixtla en Oaxaca la llaman tasajo y allá la cecina es la adobada de puerco.

Por su parte, las tamaleras -todas en un mismo corredor de ese mercado- venden una gran variedad de tamales: el clásico de mole negro, el de “amarillito”, de frijoles, de “verde”, de rajas con jitomate, de chepil, de dulce, etcétera.

En otro lugar del mismo mercado hacen carnitas de puerco y lo excepcional es que, a petición del consumidor, se le echa a la manteca hirviendo un pan blanco, para sacarlo casi de inmediato, lo que constituye una delicia para los golosos.

En fin, aún subsisten en algunas esquinas céntricas de Oaxaca unos carritos que venden piedrazos. Ellos son panes de trigo más bien duros servidos con diferentes encurtidos de verduras en vinagre, algo inusitado fuera de ese apasionante estado.

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