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¡Kapará!

Elsa Sanlara

Todo empezó hace 7 días. La lavadora fue la primera en caer. Justo como en una película de suspenso, a las 7 y media de la tarde del jueves, llevé mi montón de ropa sucia al cuarto de lavado. Casi 55 minutos después, la lavadora emitió sus características notas musicales que anunciaban el fin del ciclo de lavado. Me dirigí a la lavandería, apenas iluminada, casi como una autómata lista para transferir la carga a la secadora, pero para mi asombro, me encontré con agua por todas partes. Era como si una escena del Titanic hubiera cobrado vida en mi propia casa, con la lavandería como escenario de un naufragio a medio camino. Casi podía escuchar al violinista del Titanic tocando mientras el agua subía, e incluso me pareció ver a DiCaprio flotando sobre la lavadora.

Naturalmente, solté un grito horrorizado, el tipo de grito que esperarías de la protagonista en una película de terror que se encuentra con la niña del exorcista girando la cabeza en 360 grados. Mi esposo corrió a mi rescate, con los ojos desorbitados y casi sin aliento, llegó al cuarto de lavado solo para descubrir que el desastre no era tan apocalíptico como mi dramático grito de auxilio sugería. Sí, había agua acumulada en el suelo, pero no estábamos a punto de ahogarnos en ella. Resultó ser una simple goma de la lavadora rota la que causó el percance.

Pero la cosa no paró ahí. Esta semana hemos batido un récord: dos copas de cristal hechas añicos, la pantalla del iPhone de mi hijastra hecha pedazos, un platón de porcelana portuguesa que ahora es solo un recuerdo y unos airpods que han emprendido su propio camino hacia la jubilación.

Kapará, es la palabra que retumba una y otra vez a todo volumen en mi cabeza.

Permíteme confesar algo: a pesar de mi estricta crianza católica, apostólica y romana, después de una dolorosa ruptura sentimental, decidí explorar mi lado más espiritual y experimentar con diversas religiones. Sí, soy poli religiosa.

Mi primera aventura la tuve con la Cábala, donde intentaron enseñarme sobre las dimensiones internas del mundo material y los mapas espirituales que lo componen. Allí conocí a Benjamín, un erudito de la Torá que se convirtió en mi guía y fue luz durante esos momentos de crisis existencial.

En medio de una charla en la que hablábamos sobre en qué pensar a la hora de rezar para fortalecer mi relación con Dios, de manera accidental golpeé mi taza de café, haciéndola añicos en el suelo. Benjamín exclamó «¡kapará!» y yo, por si las dudas, respondí: «Tu mamá también».

Benjamín se carcajeó y me ayudó a limpiar y levantar lo que quedaba de la taza.

Según me contó, kapará es una palabra yidis que significa «expiación», es decir, la oportunidad de enmendar un error. Me contó que cuando era pequeño y por alguna travesura rompía algo, su abuela paterna siempre se apresuraba a decir «¡kapará!» mientras levantaba los brazos y la vista al cielo.

Kapará aparentemente es la respuesta divina a nuestros errores, aquellos que todos en algún momento comentemos y que Dios, siempre justo, debe corregirnos.

Son estos «errores» los que provocan sucesos desagradables, a veces ocurre un accidente, o sufrimos heridas graves, e incluso en ocasiones puede llegar la muerte.

Para expiar nuestros errores, Dios envía a un emisario: un ángel justiciero con el único propósito de otorgarnos precisamente lo que merecemos. No obstante, cuando el ángel está a punto de dar su merecido a alguien, Dios, con su infinita bondad, se conmueve y considera que quizás esa persona tome conciencia de sus errores y los enmiende. Entonces, Dios mueve la mano del ángel, quien puede romper algo, dañar algo, perder algo, o incluso llega a despedazar gomas en las lavadoras un jueves cualquiera.

Por esta razón, cuando algo se rompe o las cosas no salen como esperaba, exclamo kapará en alto, dirigiendo la mirada al cielo y alzando mis brazos, tal y como la hacia la abuela de Benjamín.

Así que aquí estamos, inmersos en un caos de agua, cristales destrozados y airpods extraviados. Sin embargo, no hay lugar para la desesperación, solo para la gratitud y la oportunidad de reflexionar sobre nuestras decisiones, un día a la vez.

La belleza de la vida radica en que, en medio de los contratiempos de nuestras acciones, siempre hay espacio para el crecimiento, la redención y la certeza de que el sol volverá a brillar, brindándonos una nueva oportunidad para perdonar, perdonarnos y ser mejores.

¡Kapará!