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Críticas literarias a los libros de la vida

Agustín B. Ávila Casanueva*

Es un clásico de la genómica. No falla. El ADN es el libro de la vida. No es mala metáfora. El ADN, esa molécula dentro de cada ser vivo, está compuesto por cuatro nucleótidos que pueden pensarse como letras: A, T, G y C. Pon varias letras en hilera, y con ciertas características y podemos pensar en los genes como si fueran palabras. Junta cientos o miles de palabras y tendrás un cromosoma, o capítulo del libro. Y si juntas todo el ADN de un ser vivo, su genoma completísimo, entonces tienes un libro. El libro de la vida.

Luego, dependiendo de si uno quiere explicar una cuestión evolutiva o más bien bioquímica, esos libros toman ciertas adscripciones. Si es evolución pueden ser libros de historia o incluso mapas. Si quieres explicar parte del funcionamiento de un cuerpo o característica de un ser vivo, entonces el genoma se convierte en un libro de cocina con recetas, instrucciones y sazones moleculares.

Extendamos la metáfora un poco más. Si son libros, libros tan importantes cómo los libros de la vida ¿quién los lee? ¿dónde se guardan? ¿son, siquiera, buenos libros? Empecemos con esto último y digámoslo claro: como literatura son malísimos. Finalmente, las maravillas que podemos lograr con la permutación y combinatoria de veintisiete letras, se empobrece en demasía cuando sólo contamos con cuatro para hacer el mismo truco. Nuestro vocabulario se reduce a encontrar cosas como: tata, acá, gata, cata, ataca y, por supuesto, caca y caga. Pero la gran mayoría son palabras larguísimas a las que nos cuesta un esfuerzo terrible encontrarles sentido —si es que lo logramos—. Por ejemplo, acá el inicio del primer gen de la mitocondria del ajolote: “ATGACCTATTTTGTAACCCAATTCATTAATCCTCTAATATATATTATTCCAGTACTATTA”. Tal vez Breton, Tzara y Duchamp salten de alegría —en sus tumbas— al descubrir que la escritura de la vida es claramente dadaísta, pero la verdad es que después de un rato, aburre.

Es aquí donde, estimada audiencia, debo de hacer una confesión. Esta crítica literaria a los libros de la vida la realizo con la desfachatez de no haber leído ni uno solo de estos libros. Vaya, ni porque estudié ciencias genómicas he leído ni un céntimo de estos tomos vitales. Y es que cómo hacerlo. El genoma humano, el libro de nuestra vida, tiene en promedio 3,200 millones de letras. En comparación, En busca del tiempo perdido, la obra monumental de Proust que consta de siete tomos, llega apenas a los seis millones de letras. Aunque, siendo justos, hay libros mucho más pequeños. El del SARS-CoV-2, el virus culpable del COVID-19, tiene apenas 29,903 letras, un poco más que un fanzine, pero bastó para parar el mundo durante varios meses. Pero volvemos a que, aún breves, siguen siendo ilegibles. Al menos para nosotros.

Con eso llegamos a otra de las preguntas ¿quién lee, entonces, estos libros? Aquí hay dos respuestas principales. La primera es que estos libros sí son leídos incansable y constantemente por quienes los escriben, editan y ponen en práctica: la maquinaria de cada célula. Las células, sin ojos, ni cerebro, leen, en cada momento, estas monumentales obras y las ponen en práctica encendiendo y apagando genes, transcribiendo ARN —el primo efímero del ADN—, para después hacer proteínas. Una lectura realmente viva.

Estas lecturas son un juego de códigos. La segunda respuesta es que, para ser leídas y analizadas, las A, T, G y C que alguna vez formaron parte del ADN de un ser vivo, cambian de código múltiples veces. Primero, el ADN es extraído y purificado en un laboratorio. Luego se coloca en algún lector de ADN -en la actualidad contamos con múltiples lectores, cada uno especializado en lecturas largas, o cortas, o de mucha profundidad, o diversas características-, estos lectores convierten a la molécula en ceros y unos, y nuestras computadoras leen ese código binario para mostrarnos A, T, G y C en nuestras pantallas.

Pero ahí no acaba. De nuevo, para nosotros es muy complicado hacer sentido de estas letras en renglones interminables. Los archivos, de nuevo en ceros y unos, son alimentados a otros programas que sí tienen la suficiente capacidad para leer, comparar, analizar y generar información a partir de esta traducción del ADN, como gráficas coloridas que sí logramos comprender.

Es decir, los libros de la vida, de manera académica, solamente son leídos por computadoras. Y nos hemos preocupado por generar librerías inmensas a las cuales podemos enviar distintos programas, cuales perros sedientos de lecturas, para que regresen con un hueso lo suficientemente jugoso como para lograr una publicación y avanzar el conocimiento científico. Es decir, tenemos millones de millones de secuencias de ADN, traducidos a ceros y unos, leídos por máquinas que leen mucho más rápido que cualquiera de nosotros, intentando replicar lo que hace una célula en cada latido.

Foto: National Geographic

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