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Alicia Valentina Tolentino Sanjuan*

En recientes días se ha dado en medios y redes sociales un acalorado debate acerca de los libros de texto gratuito elaborados por la Secretaría de Educación Pública (SEP) para los niveles primaria y secundaria de nuestro país. La polémica gira sobre varios aspectos, dos de ellos, a mi parecer, son los que destacan: la idea de adoctrinar a través de la educación, por medio de los libros de texto, con contenido ideológico comunista al estilo de la extinta Unión Soviética durante aquellos álgidos años de disputa enmarcados dentro de la guerra fría; y el otro, que más me llama la atención, es el del uso del lenguaje inclusivo y del cuidado de no utilizar generalidades en torno de las anquilosadas y gruesas categorías binarias de género.

No es que el primer aspecto carezca de importancia; sino que me parece que es parte de la arenga suscitada en el contexto de este sexenio desde que inició; convirtiéndose ahora en el centro del debate a propósito de la antesala de la sucesión presidencial. Prefiero hacerme a un lado respecto de esa pugna, pues sería contrario estar a favor de la ciencia y del conocimiento desde una perspectiva crítica si asumo una postura partidista, sea cual sea. Aunque esto no limita el hecho de poder ver que el reclamo tiene los viejos tintes acusatorios de ideas nostálgicas sobre el comunismo y capitalismo; pero, sobre todo, acerca de lo “peligroso” del primero (pasando por alto desde luego todos los peligros a que sí nos vemos expuestas/os dentro del segundo, toda vez que nuestras vidas son vidas para el consumo, como diría el filósofo Byung-Chul Han).

En fin, en estas breves líneas, donde sí pongo el acento es en el escándalo suscitado por el uso del lenguaje inclusivo y de la sustitución de las acostumbradas categorías de género niño-niña por otras de carácter dinámico y sin estereotipos. Esto me conecta con otro sentido de la discusión: sobre todo para las miradas más asustadizas y recelosas (y de hecho es también una autocrítica en el ejercicio docente), ¿estamos preparadas/os para educar a las personas que vienen de contextos cada vez más complejos, cambiantes, críticos y distintos de la educación tradicional bajo la que muchas/os de nosotras/os fuimos formadas/os?

El uso del lenguaje inclusivo, contrario a lo que muchas personas suponen en cuanto a que es o una moda o una aberración que atenta contra nuestra sacralizada lengua hispana, es el punto cumbre del análisis que dio cuenta de que el lenguaje es existencia social (no por nada Heidegger lo pondría en el estatuto de la casa del ser). Porque para nuestra fortuna, desde el siglo pasado, fueron generados portentosos análisis de lo que hace el lenguaje y cómo se construye el mundo a partir de él (como el de John Austin, en Cómo hacer cosas con palabras).

De modo que, fuera del estudio de sus aspectos normativos (y muy valiosos, por cierto, como lo hace la gramática clásica), los diversos análisis del lenguaje viraron hacia un importante, pero hasta entonces descuidado lugar: su uso supone la creación de mundos, pero también la exclusión de muchos de ellos. Y esa exclusión, como ya es bien sabido hoy, ha supuesto la minusvalía de unas vidas por encima de otras. En concreto: el lenguaje tiene un uso político y de poder.

Con lo anterior quiero destacar un concepto devenido desde el análisis de los diversos discursos con los que construimos esos mundos (plasmados también en el lenguaje jurídico): el concepto de injusticia epistémica aportado por la filósofa inglesa Miranda Fricker; y que, dicho de manera simple, da cuenta de los silenciamientos, del ignorar las palabras de grupos históricamente invisibilizados, como es el caso de las mujeres e indígenas, por ejemplo. Si no teníamos las palabras (y apenas vamos aportándolas en el camino) para dar nombre a las violencias, al olvido, a la opresión, al abuso y las consecuentes vetas que hay en la sociedad para ejercer una vida íntegra y plena ¿Cómo poder cambiar el rumbo?

Bien, pues hoy estamos ante ese cambio irrefrenable, generado por diferentes áreas de conocimiento, que nos obligan a abrir bien los ojos de cara a la transformación social producto de siglos de silenciamiento, colonización y violencias. Y, particularmente, obligan a quienes estamos conectados con el engranaje educativo vertido en las instituciones a nutrir tanto la práctica como la teoría pedagógica, soporte fundamental de la docencia. La pedagogía no es una disciplina aislada del acontecer social, de hecho, es un potente reflejo; y, junto con la psicología y la filosofía, se va nutriendo de nuevas herramientas que nos posicionan frente al mundo. Otra cosa es el empecinamiento de cerrarle la puerta para seguir con la cabeza gacha esperando un “borradorazo” o los reglazos en las manos.

*Académica d El Colegio de Morelos.

Ilustración: Gaceta UNAM

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