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LECCIONES DE LOS AMIGOS

José Iturriaga de la Fuente

En los buffets, ya sean ofrecidos en casas particulares o en restoranes, las personas suelen servirse con exageración, tienen más ojos que estómago. Tanto es así, que algunos lugares comerciales anuncian hacia la calle -con ignorancia absoluta de lo que es refinamiento-: “Coma todo lo que pueda por tantos pesos”, aunque en el interior del establecimiento se leen amenazadoras advertencias: “Se cobrará aparte todo lo que deje en su plato”. Ni a quién irle, al restorán que pervierte la urbanidad y explota la burda voracidad de la gente, o al devorador desperdiciado.

No obstante, y al margen de esas ofertas y demandas groseras, los buffets tienen su encanto: en la variedad está el gusto, podríamos decir, o sea que se trata del placer del popurrí (galicismo que, por cierto, proviene de pot, olla, y pourrir, podrir; el pot pourrir francés tiene su correspondiente español: la olla podrida es un puchero ancestral que nos llega con el virreinato, al cual se le pone de todo lo que hay en la alacena: carnes de diversos animales, verduras y hasta algunas frutas. De seguro que el nombre derivó de que los alimentos a punto de echarse a perder, mejor se aprovechaban en el puchero).

Un buffet mexicano exquisito nos sirvió en su casa Tere Pomar cuando cumplió sus primeros ochenta años –por supuesto, cocinado por ella misma-; bien sabía esa eminente conocedora del arte popular que la cocina del pueblo es una de sus principales expresiones artísticas. Uno de los convidados, don José Rogelio Álvarez –cuya fineza era proverbial-, comentó cuando hacíamos fila para servirnos: “A ver quién se prepara el plato más estético”. Nunca se me olvidó esa frase y siempre la tengo presente cuando me sirvo en un buffet (aunque usualmente me levanto a servirme repetidamente, pero siempre con estética; lo comelón no tiene por qué estar peleado con el buen gusto). Todas las veces que me sirvo, ninguna con exageración, siempre me acuerdo de don José Rogelio, tanto por la moderación en cada plato como por la presentación del mismo. (Cuando vamos a buffets, los hijos me bromean diciéndome que ya recorrí los mil metros planos, o que el negocio quebraría si todos los clientes fueran como yo… lo cual pudiera ser cierto. Aunque ellos no se quedan muy atrás que digamos).

En los desayunos de esos grandes hoteles turísticos, cuando veo a un apurado estadunidense servirse en un gran plato huevos revueltos con jamón, pollo deshebrado con crema, varias tiras de tocino frito, puntas de filete en jitomate (que deben ser en realidad de bistec) y dos hot cakes, con dos panes de caja tostados encima y un croissant, yo me deleito con parsimonia con un plato de pancita, y luego otro, y finalmente otro más (suelen ser platos chicos y me fascina el menudo).

Aquí en Cuernavaca, en el “Puerto Pacífico” de Palmira, en su buffet de los domingos, me levanto la primera vez para servirme un ceviche de pescado, luego una tostada de atún y la tercera ocasión una tostada de marlin. Después comienzo con lo caliente, pero siempre poco a poco; no me molesta ese ir y venir. Sigo con un par de quesadillas: una de camarón y otra de mantarraya. Enseguida unos tacos de pescado zarandeado y a continuación unos ostiones Rockefeller. Nunca llego al postre…

Otra lección. Antonieta García Lascuráin y yo somos amigos desde la adolescencia. Toni es una gran cocinera. Una de sus especialidades es la comida vietnamita, pues durante su larga estadía en París tuvo la oportunidad de convivir íntimamente con esa cultura oriental. Aquí en México, años después, nos ha deleitado con sus extraordinarios banquetes indochinos.

Aun antes de que viviera en Francia, recuerdo sus dotes gastronómicas sobresalientes. En especial, unos tamales rellenos de chiles rellenos de flor de calabaza, evocación de su alcurnia oaxaqueña materna.

Pues un buen día, un pequeño grupo de amigos fuimos invitados a cenar por Toni, como siempre, puras cosas exquisitas. Después de alguna entrada notable, la anfitriona trajo del horno un pastel o pie altamente prometedor; olía delicioso. Antes de empezar a partirlo para servirnos, nos explicó a detalle la sofisticada receta de su relleno -que era de pulpa de jaiba, informó- y las complejidades de su elaboración iniciada por ella desde el día anterior, con la limpieza de los crustáceos. Las expectativas aumentaron y las glándulas salivales comenzaron su actividad, potencializadas por la sugerente conversación preambular.

Por fin, Toni hincó el cuchillo dentro de aquella pasta hojaldrada cuyo aroma de mar invadió el comedor, invitadora. Una vez que todos tuvimos enfrente nuestro plato servido, iniciamos pausadamente el ritual hedonista, más la sorpresa cundió entre todos (en especial en Toni), pues el pie resultó ser de atún. ¡No era hecho en casa! Lo había comprado ya elaborado y en la pastelería habían equivocado un pie por otro. Dios la castigó (injustamente, pues mil y una veces se había esmerado de manera sublime en la cocina).

Moraleja: nunca hay que inventar historias alrededor de la cocina si existe la menor posibilidad de que nos descubran. Ya lo he dicho en estas páginas: la mayoría de los cocineros utilizan consomé de pollo en polvo como sazonador (además de verdadero caldo de pollo), salsas maggi e inglesa, y buena parte de sus mejores postres contienen leche condensada de lata, que por cierto es deliciosa. Un buen cocinero debe usar esos recursos de la tecnología moderna y, si de veras es bueno, jamás debe confesarlo.