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El pasado 30 de agosto fue el día internacional de las víctimas de desapariciones forzadas. Un día dedicado a tal fenómeno difícilmente puede pasar desapercibido en un país como el México actual. De modo que las marchas y mítines se hicieron presentes en muchos lugares del país. Una de las consignas que se repitió en diferentes puntos de la geografía nacional aún resuena y debe seguir resonando: ¡Hasta encontrarles!

Hay un punto de estas marchas y mítines que llama mi atención: durante las conmemoraciones han coincidido quienes buscan a personas desaparecidas a causa de la violencia actual (originada a raíz de la criminal “guerra contra el narco” de Felipe Calderón) y debido a actividades políticas. Así, el 30 agosto marcharon personas que tienen seres queridos desaparecidos en años recientes y quienes tienen décadas buscando. A pesar de las particularidades de cada caso, a las y los buscadores les une la tragedia de no saber qué pasó con uno o varios de sus seres queridos (hay historias de terror de mujeres que buscan a 4 o a 5 de sus hijos).

En esta oportunidad me detendré en el caso que conozco un poco más: las desapariciones forzadas a raíz de la contrainsurgencia estatal de la segunda mitad del siglo XX. Tengo un particular interés por las diferentes formas de violaciones graves a derechos humanos que sufrieron muchos de quienes, durante esa época, optaron por la lucha armada. Similar a lo que sucedía en otras partes del mundo, en el México del periodo se crearon varias organizaciones guerrilleras. Algunas de las formas con las que instituciones estatales contrarrestaron tal insurrección fueron francamente despiadadas: detenciones ilegales, tortura como práctica sistemática y, desde luego, desaparición forzada.

Así, una de las consecuencias de la contrainsurgencia estatal es una cifra elevada de personas que se encuentran desaparecidas. Esta problemática (claramente grave) sólo puede ser comprendida plenamente si se toma en cuenta el contexto nacional actual, donde existe una comisión presidencial para investigar los hechos de la llamada “guerra sucia” y, al mismo tiempo, aumenta la presencia pública de soldados y marinos.

Muchas de las desapariciones en cuestión fueron ejecutadas o contaron con la colaboración de miembros del ejército. De modo que una pregunta se vuelve relevante: ¿la búsqueda de verdad y justicia en relación a la “guerra sucia” es incompatible con el aumento de poder de las Fuerzas Armadas?

Yo creo que no es necesariamente así (la presencia de soldados y marinos en las calles sí es un problema en sí mismo, pero no es el tema de estas líneas); sin embargo, está sucediendo. Es decir, el aumento de la presencia pública del ejército no tendría que implicar impunidad con los crímenes del pasado. Bien podría actuarse de tal forma que, como una muestra de la responsabilidad social de la que tanto se habla desde el gobierno federal, se procediera con firmeza en contra de militares que participaron en las desapariciones forzadas de disidentes políticos, ya sea que estén en retiro o en activo. Pero, si ni siquiera hay una apertura plena de los archivos militares (como se prometió), esa posibilidad parece más lejana.

Tratando de entender los hechos más allá de esta temática en específico, es verdad que la violencia es uno de los principales problemas de la sociedad mexicana actualmente. Para solucionarlo, se necesita —entre otras cosas— capacidad de acción. Si el gobierno no se apoyara tanto en las Fuerzas Armadas, tendría menos opciones de actuación. El problema es que pareciera que el gobierno trata el tema en términos absolutos, como si proceder judicialmente en contra de grupos pertenecientes al ejército por su participación en las desapariciones forzadas de la contrainsurgencia implicara aceptar que toda la institución fue represiva. Pareciera que, para cuidar la imagen de todas las instituciones castrenses, habría que negar la mayor cantidad de abusos posibles.

La violencia estatal durante la llamada “guerra sucia” sí contó con el aval directo de los más altos rangos militares (incluidos algunos presidentes del país como comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas); sin embargo, esos crímenes no fueron responsabilidad de las autoridades actuales. Lo que sí es su responsabilidad es cómo actúan ante ello. En términos muy generales, se visualizan dos caminos: ponerse del lado de las víctimas o de los perpetradores de las desapariciones forzadas. No es necesario explicar por qué un gobierno que se asimile como “humanista” debería seguir el primer camino. Recordemos otra de las consignas de las marchas y mítines del 30 de agosto: no hay democracia con desaparecidos.

* Profesor de Tiempo Completo en El Colegio de Morelos. Doctor en Estudios del Desarrollo por el Instituto Mora.