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Es frecuente que cuando analizamos problemas considerados de reciente aparición existan prejuicios a través de los cuales les observamos. Por ejemplo, dentro de la argumentación o análisis filosófico cuando pensamos en cuestiones como la posverdad es común escuchar el argumento al estilo “Platón ya lo dijo”, “Todo ya está dicho por la filosofía clásica”, “No hay nada nuevo bajo el sol”. Sin embargo, a pesar de que, desde tiempos remotos, y particularmente desde la existencia de ciudades-estado, como era en la antigua Grecia, se ponían en marcha mentiras para deslegitimar/difamar a los contendientes a cargos políticos, no podemos decir que hoy suceda lo mismo cuando hablamos de la posverdad.

Hay quienes incluso postulan que la posverdad es un falso problema o pseudoproblema que se resuelve con la reflexión sobre el concepto del simulacro, en Platón. No obstante, la cuestión de la posverdad rebasa con creces el tópico de la representación, de las malas copias o de la simple mentira. Esto porque la posverdad se inaugura no solo como una práctica en donde se dicen mentiras que forman parte de propagandas políticas, sino como un nuevo imaginario discursivo que se arraiga fuertemente en la percepción de los usuarios de las redes sociales.

De modo que es factible hoy pensar, a modo de McLuhan, que es principalmente el medio, el entorno tecnológico el que interviene en la formación de la estructura perceptiva de usuarios y usuarias de internet. Pero esto no sería problema alguno si no tuviéramos en cuenta que lo que hace la posverdad es alimentar discursos tanto por noticias falsas como por prejuicios, que luego determinan las actitudes políticas reflejadas en la elección de nuestros representantes en el gobierno. Por ejemplo, el caso paradigmático de Cambridge Analytica y Facebook, en donde se adquirió de manera turbia la información de 50 millones de usuarios de esta red en Estados Unidos con la finalidad de manipular psicológicamente las preferencias en las elecciones de 2016, y de donde Donald Trump resultara vencedor.

Con este tipo de antecedentes y con la hoy enorme y visible intervención de las élites económicas es difícil pensar en una democracia que se construye con la mera voluntad de ciudadanas y ciudadanos, porque lo que hace esta amalgama entre el sistema político y el económico es precisamente inducir a las poblaciones a optar por determinados personajes; una inducción perceptual/psicológica que se vale de la manipulación, pero también de la verosimilitud.

La posverdad enarbola noticias falsas pero sobre todo prejuicios, y son estos los que, enclavados en cuestiones de discriminación, de odio, de racismo, se propagan con enorme facilidad al punto de hacerse virales y terminar por hacer pasar falacias por verdades. Por eso es que la posverdad no es una simple mentira. De serlo, bastaría con “decir” la verdad, comprobarla, verificarla, pero parece que en estos tiempos de vida fusionada entre espacio virtual y espacio físico esa práctica no es suficiente.

Hoy no alcanza para decir que es verdad el mostrarle a un antivacunas las estadísticas de vidas que han sido salvadas con el uso de vacunas; o mostrar la curvatura de la tierra con fotografías tomadas de un satélite a un terraplanista. Lo que sustenta de manera ferviente esas creencias suelen ser prejuicios.

Si bien concedemos que lo entendido como real no tiene que pasar necesariamente por la comprobación de los hechos (porque ya sabemos que la realidad es un espacio que para nosotros tiene significación), deberíamos entonces buscar la verdad como la construcción de ese espacio como lo común, como lo político y lo necesario para desenvolver allí nuestra vida con los otros. Y esos espacios pueden ser conformados tanto por la materialidad de los hechos, pero también por los efectos materiales que se producen en correlación y sinergia a través del lenguaje.

*El Colegio de Morelos/Red Mexicana de Mujeres Filósofas