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El cuadro ocupa casi toda la pared del fondo de un pasillo. No es sólo el volumen o los colores brillantes lo que conturba, es el desnudo de una mujer prominente, entrada en la carne de su personalidad desbordada, en la sensualidad con la que abre los brazos y muestra el vello de las axilas, del pubis. Los visitantes al Museo Botero de Bogotá tienen reacciones diversas: hay quienes sonríen ante la corpulenta modelo mientras se acercan para comprobar la técnica impecable; otros se apenan, se asustan u horrorizan porque el hechizo tridimensional surte efecto. Obesa, habitante de otro mundo dentro de este mundo, esa Venus contraviene los cánones de estéticos de hoy con el poder de la sátira, de una belleza de proporciones imposibles en la sociedad del cansancio o el fitness narcisista cuya gordofobia excluye a todo cuerpo desobediente que se topa.

Es precisamente esa cualidad de la luz que hincha la superficie hasta casi reventarla, ese manejo del trazo curvo, esa paciencia del color en círculos con el que Botero expresó la pasión por un país y un continente donde la violencia, las matanzas con música de fondo, diría Ricardo Silva Romero, no son más una broma o, tal vez, una pesadilla que dura poco ante el triunfo de la hipérbole de cada forma que puede ser la vida. Lo es, de hecho, desde la sinrazón de la muerte porque la gente se abraza en un danzón, come naranjas, va a la iglesia, coexiste entre militares y curas en uno de los países con menos índices de obesidad, ¡qué paradoja!, pero con mayor número de cirugías plásticas al año. Fernando Botero, oriundo de Medellín, poseedor de un talento y una fiebre pictórica notables, leyó bien esa obsesión por la apariencia. No obstante, lo marcarían los caballos que pintó Paolo Uccelo en “La batalla de San Romano”, a decir del artista, uno de los antecedentes más importantes de su obra.

El pintor colombiano fue un viajero incansable. En 1953 se mudó a Florencia donde también estudió la obra de Piero della Francesca y Tiziano, otros dos maestros que lo embrujan con la profundidad de campo, las escenas corales, los repartos de una erótica de la luz donde la vida, a pesar de todo, se desata. En Nueva York pasó hambre. No tenía con qué comprar juguetes a sus hijos, pero los inventaba con latas de sopa. Tal vez por eso, cuando la fama lo alcanzó casi como a Diego Rivera o a Picasso, no dudo en dedicarse a la filantropía. Llegaba a su finca en helicóptero, sí, un lugar donde los caballos (otra vez ellos) se alimentan del verde suelo colombiano, ese verde de todos los colores, de Aurelio Arturo. Desayunaba jugo de lulo. Miraba caer la lluvia despacio, contemplando las ventanas. Podía pasar cuatro horas diarias sólo pintando acuarelas. De hecho, fue su última ocupación. A decir de Lina Botero, esos trabajos poseen la frescura y el asombro de un joven. El maestro pintaba porque su Parkinson no era del tipo que hace temblar el cuerpo. Murió en Mónaco, uno de sus refugios preferidos de Europa. Deja la vida pesada, pero leve, de personajes entrados en volúmenes en un aquí y un ahora donde no hay punto de fuga posible.

*Escritora