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Uno de los fenómenos que vive México es la generalización de la violencia; en mayor o menor medida, directa o indirectamente, la inseguridad la sufrimos todos y ha incidido en la vida de las comunidades y hasta en la economía de regiones enteras.

La violencia rampante que experimenta la nación y nuestro estado no solo afecta a las personas que ven vulnerada su seguridad personal a manos de criminales, también encuentra víctimas entre productores agropecuarios, transportistas, comerciantes y, aunque no lo parezca, en las mismas instituciones y gobiernos que, cada vez con mayor frecuencia, se ven rebasados por el potencial del crimen, que es el que prohíja a la violencia.

Los productores de limón y de aguacate en Michoacán, los comerciantes en Cuautla y las mujeres morelenses son solo parte de las víctimas directas, pero la descomposición del tejido social, el miedo a salir a la calle, el establecimiento de cuotas irregulares para desarrollar cualquier actividad económica y hasta la posibilidad de ir a la escuela o al trabajo con el temor de que no volvamos a ver a nuestras familias o a alguno de sus miembros, minan nuestro sentimiento comunitario y la confianza en nuestros vecinos, y, todos juntos, comunidades enteras, son presas de miedos y ansiedades que las terminan deformando.

Precisamente un acto de violencia absurda -el asesinato de dos sacerdotes en Cerocahui, en la Sierra Tarahumara de Chihuahua por intentar proteger a una persona que era perseguida por una banda criminal- desencadenó todo un esfuerzo social por analizar y entender las causas de esta situación generalizada en México para intentar encontrar alguna solución viable.

Este esfuerzo de análisis, encabezado inicialmente por la iglesia católica, específicamente la comunidad jesuita a la que pertenecían los sacerdotes asesinados en Chihuahua, prosperó a nivel nacional involucrando a cientos de laicos, especialistas y estudiosos sobre el tema. Desde un principio se sabía que sería inútil señalar culpables e intentar responsabilizar a alguien en particular porque, después de todo, la violencia es un fenómeno de todo México. La intención, explicaron los organizadores al concluir los trabajos de la Mesas de Paz el pasado sábado en la ciudad de Puebla, era no polarizar ni fomentar enconos sociales.

El sábado difundieron conclusiones muy generales y no podía ser de otra forma dado que las catorce propuestas que dieron a conocer podrían implementarse en cualquier sitio de nuestro país y, ahí, podrán adaptarse y afinarse conforme a la idiosincrasia local. Ese puñado de propuestas podrían resumirse en la revaloración de la comunidad como personaje central de la reconquista de espacios y responsabilidades públicas, y como motor de la reconciliación vecinal. Las propuestas se detallan más adelante, en la nota que publicamos hoy.

El Episcopado Mexicano anunció que se harán llegar las propuestas a todos los aspirantes a los cargos de elección popular, de cabildos para arriba, para intentar involucrarlos en una nueva aproximación de lo que debería ser el combate a violencia a partir del fortalecimiento de las células de la sociedad.

Se oye sencillo pero, si se analizan con detenimiento, las propuestas de la naciente Red Nacional de Paz no solo buscan el compromiso personal de cada uno de nosotros, sino que apuntan al real empoderamiento de la comunidad, lo que podría cambiar la forma en que vemos al país entero.