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Imagina a Juan Carlos: su sonrisa ancha, su disposición de cantinero jovial entonando fragmentos a capela de boleros y corridos, con una memoria prodigiosa, entre risas refranes y groserías. Nació con parálisis cerebral, al igual que yo, y también usa una silla de ruedas. Hoy, Juan Carlos vende dulces por decisión propia. Se gasta el dinero para irse a otra calle, a otro bar. Responde a su sed de acudir al encuentro de lo inesperado. Busca lo que la rehabilitación no puede darle: intimidad. Su escoliosis le fue deformando la espalda y la operación para corregirla no fue exitosa. Sufre de dolores crónicos pero su expresión no delata su sufrimiento. Ya no puede mover su silla de ruedas. Se apoya en la ayuda de desconocidos que va encontrando en su camino: Los desconocidos empujan su silla de calle en calle. Le ayudan a subirse al camión o al taxi. A comer, a ir al baño, a bañarse en casas ajenas. Cada desconocido lo recibe de manera distinta: con admiración, con caridad, con hostilidad o con cariño.

Su padre, un vendedor de llantas con recursos escasos, se preocupa porque su hijo viva en la calle pero respeta su sed de libertad. Juan Carlos regresa a las 12 de la noche y le da de cenar. De pronto, a su padre le da cáncer de colon. ¿Quién cuidará de Juan Carlos? Su madre se ausentó hace años. Impulsé una campaña de fondos para Juan Carlos. Fue una odisea encontrar un lugar dispuesto a recibirlo. Los albergues son caros y para ingresar hay que cumplir con características específicas de edad, tipo de discapacidad o situación de riesgo. ¿Pero qué de quienes tienen discapacidad, viven al borde de un futuro precario y no cumplen con esos rubros institucionales?¿Dónde y en qué se arraigan? Afortunadamente, una clínica para adictos, encabezada por el doctor Sergio López, lo albergó mientras su padre se recuperaba.

Juan Carlos y yo nos conocimos en diversos programas de rehabilitación para personas con discapacidad. Ahí, nuestra rutina consistía en hacer mucho ejercicio, ocasionalmente interrumpido por tareas escolares o una clase de arte que resplandecía como el hielo en Macondo. Les recuerdo: los dos nacimos con parálisis cerebral y usamos una silla de ruedas. Siempre (porque así lo sugerían nuestros familiares y maestros) estábamos esperando un milagro tácito o explícito: la promesa de que gracias a la rehabilitación caminaríamos como los demás. En el fondo sabíamos que probablemente ese día no llegaría. Nos hacíamos las mismas preguntas: ¿Y después qué? ¿Qué pasará cuando el familiar que me sostiene física y económicamente ya no pueda hacerlo? ¿De qué voy a trabajar? ¿Cómo y dónde encontraré un espacio propio, una vida íntima y plena? ¿Y mi sexualidad? Esas preguntas no solo eran nuestras sino de toda una generación de personas con discapacidad motriz.

El ejercicio físico es una parte vital de la salud. Hay cirugías y tecnologías que (si tenemos acceso a ellas) mejoran nuestra calidad de vida. No estoy proponiendo que se clausuren los programas de rehabilitación y educación especial. Lo que propongo es que ya no veamos la terapia física como una salvación, una promesa de un futuro asegurado. Desde esa visión es probable caer en un abismo siniestro, donde generación tras generación con discapacidad se encuentre de golpe con un futuro y vida adulta para la cual nadie se preparó.

Hoy, finalmente, he escapado de los peligros del paradigma de la rehabilitación. Hago ejercicio, pero ya no es el centro de mi vida. Tengo un trabajo que amo, la poesía, un hijo que adoro, una vida sexual turbulenta y activa. Roomies que me asisten. Dejar de buscar la cura y el defecto de mi cuerpo, para albergarme en la poesía, ha sido mi clave. Cada uno tiene un cauce al placer. Es vital despertar su fuente. La situación de Juan Carlos me hizo ver que hay tantos con discapacidad que están en peligro de acabar en la calle. Ser una persona con discapacidad, que viene de una familia con estatus económico mayor, tampoco impide la desolación y el aislamiento. Ningún familiar es inmortal. Ahora, el padre de Juan Carlos se encuentra atravesando quimioterapia y de nuevo los recursos son escasos. Es urgente pensar en cómo contribuir en el caso de Juan Carlos y en tantas personas con discapacidad que buscan y merecen una vida plena: un hogar propio, un empleo digno, una comunidad accesible, asistentes que acompañen su autonomía. Lazos hacia el amor y la intimidad. Su deseo por una adultez abundante y segura encarna el anhelo vital de una generación de personas con discapacidad que conozco cercanamente y de tantas otras.