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“La ONU adoptó una postura firme contra el ‘apartheid’ y en los últimos años se estableció un consenso internacional que ayudó a poner fin a este sistema inicuo. Pero sabemos muy bien que nuestra libertad no es completa sin la libertad de los palestinos.”

Nelson Mandela

Soy Amina, soy gazatí, soy mi nombre; soy casi lo único que tengo. Hija de Wasim, quien me enseñó sobre el amor a pesar de la tradición y de su condición de hombre, e hija de la guerra, la que me ilustró sobre el odio llevándose para siempre la sonrisa de mi padre, asesinado por mi propia gente al acusarlo de colaboracionista del gobierno israelí durante la guerra de dos mil nueve, liquidado por una mentira, por el odio que ha sitiado mis diecisiete años de vida. Hermana menor de Ibrahim, que murió ayer partido en dos por un misil israelí que cayó en el centro de Shati, el campamento de refugiados donde vivimos, o morimos, a diario. Hermana mayor de Samir y Jamil, cuyos cuerpos tiemblan en este momento bajo el cobijo insuficiente de mi abrazo, mientras los estruendos aniquilan nuestros oídos y las luces de los misiles iluminan la noche. Soy también Sabira, mi madre, quien se instaló en mis ojos y mis manos antes de morir hace unos meses, cansada por la enfermedad y el dolor de ser una mujer palestina sin hombre, sin esperanza. Nieta de Kamal, mi querido anciano casi ciego, vivo por obra y gracia de Alá y por la ternura de Jamil, el pequeño.

He vivido antes dos guerras; no sé si mis dos hermanos y yo sobreviviremos a esta última. De cualquier modo, si lo logramos tal vez nos toque morir en la siguiente, o en la que venga después de la siguiente. Ahora mismo somos fantasmas vivientes adheridos a las paredes del sótano de una casa que ya no es casa. Como fantasmas no importa comer y beber, se nos olvidó el hambre y la sed con el miedo, nuestro mejor amigo, nuestro escudo, el recordatorio de que aún ingresa un hilo de vida por nuestras narices. Tampoco interesa ya saber quiénes son los buenos y quiénes los malos en este inframundo de horror que habitamos. Lo único que importa es saber quién vive y quién muere, aferrarse como lapa en algún pequeño hueco de la vida mientras la muerte pasa.

Ayer, mientras huíamos del peligro, lloramos a Ibrahim sin saber dónde quedó su cuerpo hecho pedazos. Lloré lo necesario con lágrimas que aún guardaba para mi siguiente pérdida. A mi abuelo se le secaron las suyas desde hace mucho, por eso lo lloró en silencio, por dentro, como hacen muchos viejos. Mis hermanos lo lloraron un mar; lo siguen llorando todavía.

Samir, el abuelo y yo sacamos del campamento a los pequeños junto con otros niños extraviados, dando traspiés por entre el polvo y los escombros antes de que un nuevo misil cayera sobre nosotros. Apretujamos a los niños en la carreta del abuelo, jalada por el asno fiel que no ha sabido de alimento en muchos días. Los lamentos de los heridos, los llantos y gritos de cientos que buscaban un lugar seguro se alojaban en nuestros oídos como una canción muchas veces escuchada. En realidad, no había lugares seguros, para el ejército israelí cualquier zona podría ser considerada como bastión de las milicias de Hamas o podíamos ser presas de francotiradores israelitas apostados en cualquier lugar de las zonas ocupadas. El anciano y el asno decidieron caminar hacia el mar.

Aquí estamos ahora, metidos en un hoyo insalubre como ratas en su madriguera. Anocheció hace poco, la electricidad ha sido cortada desde hace dos días, el suministro de alimentos y agua también. No hay tregua en el cielo de Gaza, no hay tregua en el pavor. El abuelo parece haber perdido el miedo, hundido en un sueño extrañamente manso.

— ¿Sabes por qué ahora el miedo sólo me hace lo que la picadura de un mosco, Amina? —Me dijo ayer mi viejo Kamal—. Porque estoy prácticamente muerto, hija. Los muertos no tenemos miedo.

Las palabras del abuelo me perforan como balas. Lo sé, perderlo pronto es parte de nuestro destino inmediato y me conforta un poco saber que ya está preparado para morir, o en proceso de muerte. Sin embargo, mis hermanos y yo aún quisiéramos vivir a pesar de tanto dolor.

En este refugio improvisado donde intentamos sobrevivir una noche más, si salgo del sótano y miro a ras de tierra por una ventana donde la brisa me regala una fresca humedad, puedo mirar el mar. El mar siempre me ha hecho soñar, es el único lado por el que mi país no está cercado, donde existe un horizonte para mis fantasías. Mi idea de libertad está asociada con el mar gracias a mi padre pescador, quien en contra de la costumbre me llevó muchas veces a mí, una mujer, a navegar en su lancha pobre tras los cardúmenes de peces. Me hace pensar en las maravillas que hay en otros lados del mundo, las cuales he vislumbrado a través de una computadora.

Me cuesta trabajo creer que haya ciudades donde un hombre y una mujer caminen tomados de la mano, besándose en plena calle. Que existan lugares donde jóvenes de ambos sexos se divierten bailando, conviviendo sin restricción alguna. Me es difícil entender que haya naciones donde se puede vivir en completa paz, donde las mujeres tienen libertad de movimiento y derecho pleno a la educación y al trabajo. He soñado con la belleza de los edificios del Cairo, con las playas de Pafos en Chipre, con Creta, ciudad que huele a tierra y sol, a olivos y verduras frescas, según había leído mi hermano Ibrahim, que siempre soñó con salir de Gaza para hacer riqueza en Creta.

Mi fantasía de mar me hace llegar más allá, a Grecia, a Italia, a la lejana España. Sólo es la imaginación de una mujer joven palestina, que quedó huérfana e interrumpió sus estudios a causa de la guerra y ahora está a cargo de sus hermanos menores, para la que no hay trabajo ni posibilidad de salir del infierno de Gaza y tal vez mañana o en un mes esté muerta o haya sido violada. La que cierra los ojos en medio del horror, del caos de la guerra, para seguir soñando con un mundo que no es suyo y no la escucha.

Ha cesado repentinamente el bombardeo. Alguien tuvo acceso a la radio. Nos informa sobre el inicio de una tregua de setenta y dos horas entre el ejército israelí y las fuerzas milicianas de Hamas. Tengo que despertar a mis hermanos y al abuelo, al fantasma que ahora es. Un dolor intenso en el estómago me recuerda que estoy viva y tengo hambre. Debemos buscar comida, tal vez los suministros oficiales de alimento ya se hayan reanudado. Hemos de ir a nuestra casa, a lo que reste de ella. Comenzar de nuevo sin el burro y la carreta que al parecer han robado; sin Ibrahim, mi querido hermano de ojos de ensueño; casi sin mi abuelo, envejecido una década en un sólo día, arrastrando la muerte con su pequeña vida.

No sé lo que vendrá después, no tengo fe ahora. Tal vez no la recupere nunca. Pero aún sin esperanza queda la vida, queda el hambre y la sed.  En medio de olores fétidos, cuerpos destrozados, dolor indescriptible y viento de pólvora quemada, de pronto me parece hermoso tener setenta y dos horas para vivir.

 

Foto: The New York Times