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No es el miasma lo que infecta

 

“Lo que aún no tiene forma me protegerá”. Este verso de Bolaño me hace pensar lo mismo en tronos y potestades de la jerarquía celeste, que en hongos, bacterias y demás vida microscópica. Defenderse de lo invisible y desconocido es casi imposible. Cuando en el siglo XIV comenzó la epidemia de peste negra en el continente Euroasiático, nadie sabía qué estaba pasando. Era un tiempo diferente, atravesado por una perspectiva profundamente religiosa y con teorías sobre la salud y enfermedad que hoy nos parecen lejanas.

Las explicaciones del origen de la peste incluían el castigo divino, la influencia de los astros (como siguió ocurriendo con la epidemia de “influenza” en la Italia del siglo XVI) o la teoría de los miasmas, es decir, de la contaminación del aire por materia pútrida haciéndolo venenoso, de ahí que cuando olemos algo que está pudriéndose digamos que “apesta” (la primera acepción del verbo apestar es “Causar, comunicar la peste”). Si la peste era causada por esos aires pestilentes, entonces para no enfermar había que evitar inhalarlos, de ahí que la lógica detrás de las tan famosas máscaras que usaban los llamados “doctores de la peste”, con una prolongación nasal como pico que se llenaba de ungüentos y yerbas de olor.

Aunque las medidas que se enfocaban en evitar oler directamente los miasmas no tenían repercusiones en el contagio, sí lo tuvieron otras dirigidas a evitar el origen de las pestilencias. Por ejemplo, entre 1349 y 1361 Eduardo III, rey de Inglaterra, escribió al alcalde de Londres primero para quejarse de la gran cantidad de heces humanas en las calles (¡y del olor!) después para prohibir que “toros, bueyes, cerdos y demás animales de gran tamaño” fueran sacrificados en las calles de Londres y así evitar que la carne y entrañas putrefactas contaminaran el aire.

Hoy conocemos la causa de la peste: la bacteria, Yersinia pestis, que es transmitida a los humanos por la picadura de pulgas infectadas. Cuando una pulga está colonizada por esta bacteria, suele crearse un bloqueo en uno de sus estómagos a causa de la proliferación de Yersinia pestis, lo que ocasiona que cuando la pulga se intenta alimentar, debe regurgitar en la herida de la picadura parte de la sangre dentro de su sistema digestivo; en este proceso también se regurgita parte del bloqueo, en el que hay miles de bacterias. Como el bloqueo hace que esté hambrienta, pica muchas veces, regurgitando una gran cantidad de bacterias. Alexandre Yersin y Kitasato Shibasaburo fueron quienes, en 1894, revelaron el misterio del origen de la peste.

Para ese momento, la existencia de las bacterias y otros seres microscópicos ya no era desconocida. Ya había pasado el tiempo (1676) en el que el holandés Antoni van Leeewenhoek vio y difundió, la existencia de miles de pequeñas criaturas vivas en una infusión de pimienta, gracias a un microscopio que él mismo había modificado, fue el primero de quien tenemos noticia que observó bacterias, parásitos, hongos y otros seres minúsculos. También había pasado el momento (1890) en que Robert Koch desarrolló sus postulados para establecer claramente que algunos microbios eran los causantes de enfermedades y eran aceptados.

Lejos también, aunque no tanto, estaba Ignaz Philipp Semmelweis, quien en 1847 propuso que médicos y estudiantes se lavaran las manos con soluciones de cloro antes de atender partos en la Clínica de Maternidad del Hospital General de Viena. Él observó que había más muertes por “fiebres puerperales” en el pabellón de maternidad donde los médicos y estudiantes, además de atender partos, manipulaban cadáveres. De ahí que concibiera la idea de una “materia cadavérica” que iba de las manos de los médicos a las mujeres en trabajo de parto que atendían, y que era la cusa de las fiebres. Como resultado del lavado de manos, las muertes de mujeres que eran atendidas disminuyeron drásticamente.

La historia no le hizo justicia a Ignaz Semmelweis. Fue rechazado por sugerir que los médicos podían ser los causantes de enfermedades, fue relevado de su cargo y excluido, “sus colegas no podían entender los simples principios que él propuso para evitar las muertes”. Tuvo episodios depresivos, fue internado en sanatorio en Viena y finalmente murió con una herida gangrenada y múltiples abscesos.

A manera de colofón diré que no hay una sola mujer mencionada en este texto. No dudo que en la historia que va de las epidemias de peste al descubrimiento de los microorganismos y su rol en las enfermedades haya habido investigaciones y aportes de mujeres e importantes, sin embargo, no los conozco. Hace falta que logremos encontrar las voces de las mujeres que han sido invisibilizadas por cientos de años.

* Instagram: @Cacturante

FOTO: ARTEFACT, ALAMY