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Cuando era niño salía con mis amigos a cazar luciérnagas. Las perseguíamos corriendo, tratando de agarrarlas con las manos. Más de un niño atrapaba una de ellas en el hueco de sus manos y todos los demás nos acercábamos curiosos a ver los destellos de aquel insecto indefenso. Mi niñez se fue alejando en el tiempo y cada vez encuentro menos luciérnagas en los caminos. La ciudad se ha extendido sobre el campo y la luz artificial aleja a estos insectos de luz propia. Muchos otros cambios han ocurrido y a veces, añoro aquello que el tiempo y el progreso extinguió. Me gustaría no lamentar en el futuro la desaparición de una más de las maravillas de la naturaleza: las luciérnagas.

Sorprendentemente apenas si nos damos cuenta de la velocidad con la que desaparece una gran parte de la diversidad biológica. A menudo, cuando hablamos de animales en peligro de extinción, estamos pensando en la vaquita marina del Golfo de Baja California, o en los grandes mamíferos como el jaguar y el ocelote del sur de nuestro país, ahora sitiados bajo la amenaza del tren maya. O bien, tenemos un pensamiento retrospectivo de la historia natural de nuestro planeta, que nos hace repasar el destino de los dinosauros del Jurásico, o más cercanamente en el siglo XIX, del pájaro dodo o el lobo de Tasmania. Héctor Arita, investigador de la UNAM, escribió un magnífico libro sobre la extinción de los grandes animales (“Crónicas de la extinción”), incluidos los extintos linajes del género humano (Homo). El libro nos señala, que aún con el dramatismo que supone la desaparición de tantos animales y plantas, la extinción es un acontecimiento biológico normal, documentado ampliamente por biólogos, geólogos y paleontólogos, y calculado en franjas de tiempo muy amplia. Pero no es normal, que las extinciones de organismos ocurran tan rápidamente y ante nuestros ojos y nuestra conciencia. Por ejemplo, quizá no alcanzamos a percibir que los insectos se pierden por miles diariamente. Muchos quizá desconocidos. Cuando se pierde un árbol, cuando se pierde un bosque, se pierden también los organismos conectados a su alrededor: aves, animales, insectos. Es trágico y fácil imaginar lo que pasará si perdemos una selva.

Hace unos años, en cualquier viaje en autobús o en automóvil por las carreteras del país, miles de insectos se pegaban y morían en los parabrisas. Hoy ya no es un fenómeno frecuente. Solo en caminos de pueblos alejados, inmersos en la selva del trópico, un vendaval de diversidad de invertebrados voladores pulula y chocan con el automóvil.

Las luciérnagas son insectos amenazados. Se calculan que existen alrededor de 2,000 especies de luciérnagas que viven en humedales, campos de cultivo, bosques, y praderas del mundo. Hoy en día son afectadas por la urbanización creciente, la industrialización y el uso agrícola del suelo. Esto provoca la pérdida y fragmentación de los hábitats de las luciérnagas y otros insectos y animales. Simplemente, las poblaciones de luciérnagas no se pueden dispersar fácilmente y quedan aisladas. La creciente iluminación artificial afecta los rituales de cortejo de las luciérnagas. Se cree que los destellos luminosos son parte de la comunicación entre machos y hembras, y al no ser percibidos cabalmente, afectan el comportamiento reproductivo. Aunque faltaría documentar un mayor número de casos y situaciones, los pesticidas organofosforados afectan los estados larvarios de las luciérnagas, que en su mayoría sucede bajo tierra.

El origen de las luciérnagas se remonta a más de 200 millones de años. En ese tiempo se han adaptado a diversos ambientes naturales y desarrollado estrategias de sobrevivencia verdaderamente sorprendentes y variadas. La misma producción de luz dentro de las células abdominales de este escarabajo es una obra de ingeniería, arte y biología. No hay una sola solución posible para combinar el progreso y conservar la naturaleza, pero podemos comenzar respetando los hábitats naturales de las especies.

vgonzal@live.com

Foto: Getty Images