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Como perros y gatos

 

Cuenta la leyenda que había un lejano jardín llamado «El Reino», donde habitaban dos grupos de amigos muy peculiares: los «Gatos» y los «Perros».

Estos compañeros de juego solían compartir el suelo de este idílico rincón, jugando juntos durante años, disfrutando de días llenos de risas y camaradería. Pero un día, algunos gatos tuvieron una idea «brillante». Decidieron construir una cerca alrededor de una parte del jardín y poner un letrero que decía: «Territorio Gatópolis».

Los perros, sorprendidos por esta nueva adición, se acercaron curiosos y preguntaron: «¿Qué están haciendo? Este jardín es el hogar de todos, ¿por qué necesitan construir una cerca?».

Los gatos respondieron sin titubear: «Bueno, creemos que deberíamos tener nuestro propio espacio. Así que esta parte del jardín es solo para nosotros». Los perros, relegados a una pequeña porción del jardín, decidieron poner un letrero que decía: «Territorio Perrópolis.»

Con el tiempo, el jardín quedó oficialmente dividido en dos. Una enorme cerca separaba a los gatos de los perros. A partir de entonces, les resultó imposible disfrutar de sus espacios independientes. Los gatos y los perros comenzaron a discutir sobre quién tenía derecho a qué parte del jardín.

Algunas aves del «Reino» intentaron intervenir. Las palomas, conocidas por su deseo de paz, volaron de un lado a otro y dijeron: «Amigos, amigos, ¿por qué no comparten el jardín? Hay espacio de sobra para todos, y podrían disfrutarlo juntos.»

Sin embargo, las hienas, que tenían intereses en el jardín, en medio del caos propusieron: atacar a los gatos por la noche.

Con el tiempo, la división se convirtió en una realidad cotidiana, ya que ambas partes defendían sus territorios con tenacidad. Las amistades entre especies se fracturaron, y el jardín, que alguna vez fue un lugar de alegría compartida, se volvió un terreno de conflictos amargos.

Cuenta la leyenda que nunca han podido llegar a un acuerdo y que han vivido como perros y gatos.

A lo largo de los años, uno de los bandos ha reclamado la tierra y la identidad nacional en la región, argumentando que han vivido allí durante generaciones y que tienen derechos históricos y culturales sobre la tierra. Sin embargo, el conflicto parece no tener fin. A pesar de los esfuerzos del mundo por mediar en negociaciones de paz, la única cosecha que ha florecido es la de derramamiento de sangre en ambos lados de la cerca.

Llevo más de una semana evitando los noticieros. El dolor de la guerra me duele, y el sufrimiento ajeno me hace llorar. Sin embargo, hace unos días, un video intrusivo en Instagram me tomó por sorpresa y me estremeció hasta lo más profundo. El clip estaba grabado en alguna parte de ese territorio asolado por la devastación de la guerra. En él había un niño de no más de 6 años, moreno, muy guapo, con ojos expresivos y cabello oscuro. Me recordaba al más pequeño de mis sobrinos.

Este pequeño, con ojos llenos de miedo, respondía a las preguntas de dos médicos. A pesar de que no lloraba, su cuerpo diminuto y polvoriento temblaba sin parar. Había sido víctima de un bombardeo mientras dormía.

Uno de los médicos se dio cuenta de la angustia y el terror del niño y, con gran compasión, se acercó, lo abrazó con ternura y le dio un beso en una de sus mejillas. Le susurró palabras de consuelo, diciéndole: «Ya pasó, estás a salvo, estoy aquí contigo». En ese momento, el niño comenzó a llorar desconsoladamente, y yo lloré con él.

El llanto de ese niño ha estado perturbándome durante días porque sé que no es el único. Hay miles atrapados en medio de un conflicto que no eligieron y del cual no deberían ser víctimas.

El mundo se ha vuelto cada vez más complejo, ante la mirada hipócrita de aquellos que preferimos mirar hacia otro lado. Creemos que, al apagar el teléfono, dejaremos de sentir el dolor de otros seres humanos que sufren. Queremos ignorar que todos somos uno. No se trata de posicionarse en un bando o en otro, sino de ser coherentes y abogar por la paz.

Es común sentir impotencia ante la idea de que no podemos hacer nada para que la guerra termine. Es obvio que no vamos a resolver la geopolítica global con un hashtag que comienza con el clásico «todos somos…”. No somos diplomáticos ni líderes mundiales, pero tenemos el poder de crear paz en nuestro propio entorno. Podemos fomentar la armonía con nuestros hijos, con nuestra familia, con nuestros vecinos. Incluso dejar de insultar al bruto de turno que no sabe conducir puede ser un gran comienzo.

Ya es hora de que dejemos de vivir como perros y gatos.