loader image

 

GULA SERPENS (Primera parte)

 

Una gama de recuerdos a lo largo de mi vida se relaciona con serpientes y no pocos tienen su desenlace en la cocina. Lo trotamundos (o pata de perro) con frecuencia me ha acercado a tales reptiles.

Unas vacaciones hicimos un largo recorrido mi hermana Yuriria, Ofelia Botella -que era mi condiscípula en la UNAM y amiga inseparable- y yo. Llegamos hasta “Puerto Juárez”, pomposo topónimo que se le daba a un minúsculo caserío frente a Isla Mujeres, y allí cruzamos en lancha a esa ínsula (en ese tiempo, Cancún ni existía). Una mañana salí de la casa de huéspedes donde nos alojábamos, con mi escopeta al hombro, muy orondo, a cazar iguanas para comer. Eran épocas en que ni siquiera había autos en Mujeres; claro, ni calles había. Ya alejado del pueblo, creí ver una iguana que se escondía en un agujero en el suelo, como pozo, y le disparé. Cuando la sacaba con un palo, de pronto la solté del susto: era una serpiente. La moví con el palo hasta que estuve seguro de que estaba bien muerta y entonces sí la saqué. Me la llevé colgada del cañón del arma.

Yo no sabía de qué especie se trataba, pero al llegar al pueblo me dijeron que era un mazacuate o boa mexicana criolla, no venenosa. La desollé y aliñé. La guisé en trozos, en un recaudo de ajo, cebolla y jitomate. Ofelia y Yuriria apenas la probaron, en cambio el dueño del mesón sí la compartió conmigo, intrigado, después de que le informé que en muchos lugares se comía, aunque ciertamente para mí era la primera vez. Años después comería víboras a mis anchas en Cantón y bebería de su hiel.

Ya adolescente José Eugenio, un verano fuimos a Los Mochis invitados por Ricardo Aguirre y, con otros amigos, salimos a una cacería de palomas, de lujo. Éramos unos ocho tiradores, cada quien con su escopeta, y caminamos por una colina donde recientemente se había cosechado sorgo, motivo por el cual había grandes parvadas de esas sabrosas aves. Avanzábamos con lentitud como a 50 metros uno de otro, no en fila india, sino todos en línea frontal, peinando la loma. Atrás nos seguía a cada uno su propio ayudante, cargando la hielera con las bebidas elegidas por el tirador respectivo; los mismos asistentes eran barman y además se encargaban de recuperar las presas.

Después de unas tres horas, cada quien llevaba entre diez y quince palomas cazadas (y varios drinks puestos). De pronto, en un conjunto de árboles en medio de aquel campo abierto, vi una parvada en el follaje y me acerqué a tirarles (cosa muy criticable, pues no es deportivo tirarle a las palomas paradas; debe hacerse al vuelo); cuando apuntaba desde abajo hacia las ramas, escuché un cascabel inconfundible –aunque nunca antes lo hubiera oído-: bajé la vista y estaba una gran serpiente enrollada a unos dos metros delante de mí, viéndome y agitando la cola (Dios me castigó, diría mi bisabuela). Como producto del terror, que no de la sangre fría, bajé muy despacio la escopeta y puse en la mira al crótalo. Milagrosamente le di y, como era escopeta automática, le solté otro tiro y otro más. Así era el miedo. Cuando se dispara un arma de fuego hacia el suelo, retumba de una manera impresionante. Mis amigos y mi hijo llegaron corriendo, espantados por los raros disparos. La cascabel (o lo que quedó de ella, pues las escopetas a corta distancia son muy destructivas) medía dos metros de largo y pesaba como cinco kilos.

Cuando trabajaba en Conasupo, mis responsabilidades tenían que ver, entre otras cosas, con el abasto de alimentos a las tiendas de Diconsa. Ello me llevó a las Islas Marías. (No sean malpensados, aunque en Conasupo se generaron tantas fortunas mal habidas, que comprendería su error). En la isla María Madre había un almacén y varias tiendas de esa empresa gubernamental; volamos desde Mazatlán en una nave militar hacia el penal, para supervisar su operación. En la visita a la bodega de mercancías, nos atendió el encargado, que era un interno. Había grandes estibas de costales de maíz y de frijol, además de otros productos. Sin previo aviso y alarmados, apareció ante nuestros ojos un enorme mazacoate deslizándose sobre los sacos de granos, bajando hacia nosotros. Como si fuera un perrito, el encargado llamó a la víbora y la cargó sobre sus hombros, explicándonos que era excelente para alejar roedores, pues le encantaba comérselos.

En una excursión al cerro de El Quemado, en San Luis Potosí, varios amigos acampamos en el pequeño altiplano ubicado en su cúspide. Un amanecer nos alejamos de las tiendas de campaña, paseando, y en nuestro andar vimos de pronto, como a diez metros de nosotros, a una gran víbora de cascabel reptando con parsimonia; se paró y se quedó viéndonos. La distancia –no mucha- y el ambiente de paz que se respira en ese monte sagrado de los huicholes, que ellos denominan Wiricuta, nos hizo a todos –cristianos y serpiente- quedarnos contemplando recíproca y sosegadamente, mientras continuaba nuestra charla de manera pausada. Pasaron muchos minutos, quizá unos veinte. Empezó a salir el sol en el horizonte desértico y el mágico momento nos arrobó. Pasaron otros largos minutos de embeleso y de repente me acordé de la serpiente; ¡el sol naciente nos había hecho olvidarla! Con un escalofrío, observé que ya no estaba donde la vimos por última vez; entonces bajé la vista, esperando encontrarla enrollada a mis pies. Sentí un gran alivio al no ser así. Nunca más supimos de ella.

Acá, en la Sierra del Chichinauhtzin, durante una caminata, un compañero me gritó: “¡No avances!”. Di marcha atrás unos pasos. Era un sonido de cascabel en un agujero, pero yo, sordo, estaba a punto de pasar junto a él.