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Vivir Eternamente


Mi infancia transcurrió en un mundo inmerso en las tradiciones y supersticiones del México profundo. Con el tiempo, la mayoría de esas leyendas se han ido desvaneciendo en la penumbra del olvido, excepto una: «Las promesas hechas antes de la muerte deben cumplirse», una máxima que mi familia ha respetado siempre.

La transformación que ocurría en la casa de mi abuela durante el Día de los Muertos parecía sacada de una película de Hollywood. Los muebles de la sala eran trasladados a otra habitación para dar paso a mesas rectangulares y cajas de madera que se convertirían en un altar para honrar a los difuntos. Este altar se llenaba de copal, flores de cempasúchil y comida. Poco a poco, la ofrenda tomaba forma, con fotografías de familiares difuntos, muchos de los cuales nunca conocí en vida, pero que aprendí a conocerlos a través de las historias que me contaba mi abuela.

La ofrenda incluía los elementos tradicionales: velas parpadeantes, sal, agua, pan de muerto, tlaxcales y, por supuesto, mezcal y tequila, preferidos por los difuntos en su tiempo. Cada año, algunos elementos variaban, como los dulces, el pan o las flores. Sin embargo, dos cosas jamás debían faltar: una cajetilla de cigarros Raleigh para mi abuelo y otra de «Delicados» para un antiguo compañero de trabajo de mi abuelo.

Recuerdo el día en que, siendo aún una niña, mi abuela nos envió a mi primo y a mí a comprar los cigarros para los difuntos. Regresamos con una sola cajetilla de Raleigh.

—»¿Y los “Delicados?», preguntó mi abuela con ansiedad palpable.

—»No los tenían», le respondí sin preocupación.

Su mirada se ensombreció, y rápidamente llamó a mi padre para expresar su inquietud: —»Hijo, no tengo los “Delicados”, ¿puedes comprarlos tú? Ya sabes lo que sucede si no ponemos la ofrenda.»

Era evidente que todos en la familia sabían lo que significaba no cumplir con la promesa al difunto, quien se llamaba Carlos y había sido compañero de trabajo de mi abuelo. Nunca conocí a ninguno de los dos, pero mi abuela me contaba que habían sido amigos desde muy jóvenes, y que habían compartido risas, enfados, bromas pesadas y largas jornadas laborales. En una conversación casual durante estas fechas, Don Carlos confesó que su mayor preocupación era que, cuando muriera, nadie en su familia le pondría cigarros en la ofrenda, ya que detestaban su adicción. Mi abuelo le aseguró que cuando llegara el momento, él se encargaría de poner cigarros en su honor. Don Carlos no le creyó y preguntó a mi abuela si ella se aseguraría de cumplir la promesa si mi abuelo olvidaba hacerlo. La respuesta de mi abuela fue afirmativa, sin imaginar las consecuencias que se avecinaban.

Poco después de esa conversación, Don Carlos murió de un infarto fulminante. Durante los primeros años, mi abuelo cumplió con la promesa de poner una ofrenda para su querido amigo. Sin embargo, un año, la rutina y las responsabilidades cotidianas los llevaron a olvidar comprar los cigarros. Decidieron que ese Día de Muertos sería una excepción y que no los incluirían en la ofrenda, marcando así el comienzo de un horror que invadiría sus vidas durante exactamente un año.

Las noches se convirtieron en pesadillas de lo desconocido. Gatos o perros emergían de las sombras en el jardín de la casa de mi abuela, con ojos destellantes y aullidos que erizaban la piel. Los sonidos que llenaban la casa eran aún más aterradores. Voces susurrantes y siniestras resonaban en los pasillos, como lamentos de ultratumba. Crujidos y golpes surgían de las paredes, convirtiendo la casa en una entidad viva. Pero lo más espeluznante de todo era el penetrante olor a cigarrillos que se infiltraba en cada rincón, como si alguien fumara en las sombras. La maldición terminó justo al año siguiente, cuando finalmente ofrendaron cigarros a Don Carlos, que al parecer no solo fumaba “Delicados”, sino que resultó ser un difunto bastante delicado y un poco vengativo.

Se dice que todos morimos tres veces. La primera muerte ocurre cuando el último aliento abandona el cuerpo. La segunda llega cuando el cuerpo es finalmente sepultado, marcando el cierre simbólico de un ciclo en la vida. Pero la tercera y más profunda de todas, esa que trasciende el tiempo y el espacio, es cuando el último recuerdo que tenemos de nuestro ser querido se desvanece en la bruma del olvido, cuando ya no hay nadie presente para mantener viva su memoria, cuando lo dejamos ir en el silencio de nuestra propia historia.

Mi abuelo murió años más tarde, y mi abuela nunca tuvo valor de averiguar si la promesa terminaba con su partida. Hoy mi abuela ya no está, pero los tres siguen vivos en mi memoria y ella vivirá eternamente en mi corazón.