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GULA SERPENS (Segunda parte)

 

Estábamos navegando la presa de El Caracol, en el río Balsas, recién llenado el vaso. Esa circunstancia ofrece la insólita oportunidad de acceder a lugares completamente vírgenes hasta ese momento, y lo que conllevan en materia zoológica. Íbamos Silvia y yo con Ana Paula y Cristián, aun niños. Yo conducía la lancha rápida y en cierto momento vi a lo lejos una gran víbora nadando (en realidad, lo que se veía era la cabeza erguida; como medio metro del cuerpo fuera del agua, grueso como el brazo de un adulto); se desplazaba a gran velocidad, pero no me costó trabajo seguirla de cerca. Trató de huir acercándose a tierra firme, pero yo, con la potencia de la lancha, me abrí ampliamente para rebasarla y le corté el camino, poniendo la embarcación frente a ella. Quiso librarnos de nuevo para llegar a la orilla, mas yo movía la lancha con agilidad y se lo impedía, siempre interponiéndome en su trayectoria. De pronto sucedió algo que jamás me hubiera imaginado: la víbora, furiosa, se nos acercó hacia la borda enseñándonos los colmillos y procurando atacarnos. Apenas logré meter reversa y alejarnos un poco, el animal salió a tierra y pudimos verlo, de unos tres metros de largo, meterse entre las plantas. No tengo idea qué especie haya sido esa.

En otra presa, la de Cerro de Oro, cerca de Tuxtepec, en Oaxaca, acampamos varios días, asimismo para navegarla. Una mañana llegó Eugenio a la camper, muy excitado, a decirme que un señor le vendía dos víboras enormes. Fuimos a verlas y cada una estaba guardada en un costal; eran mazacoates. El campesino sacó a la hembra, muy mansita, y apreciamos su longitud de 2.40 metros. El macho era más grande, pero no era posible sacarlo, ya que al desamarrar la boca de su costal y asomarse al interior, estaba enrollado y lanzaba feroces tarascadas al intruso. Como estaban muy baratas, las compré y las llevamos a la ciudad de México.

Eugenio jugaba todo el día con la hembra y se la colgaba del cuello, pero tuve que prohibírselo, pues yo no quería ni imaginar qué sucedería si lo apretaba. Otro día me enfurecí con él, pues se le escapó la víbora en la casa y no aparecía. Por más mansa que fuera, no hubiéramos podido dormir tranquilos con ese reptil suelto por allí. Finalmente lo encontró.

El macho fue otra cosa, era intratable. No se tranquilizó jamás y tuve que tomar la decisión de sacrificarlo. Entonces supimos que medía 3.20 de largo. Aún conserva mi hijo la hermosa piel con grecas negro y sepia de diferentes tonos. Con su blanca carne hice una cena a la que invitamos a Maricarmen y Paco Ignacio Taibo I y a Martha y Daniel Dueñas, todos gastrónomos de renombre. Fue de dos tiempos el ágape, antes del postre.

Primero serví una sopa de influencia china. Con dos metros de serpiente (uno de cada extremo), hice un sustancioso caldo. Luego pasé como cinco horas, con una amable joven ayudándome, separando la carne de los huesos (la anatomía de las víboras es como pescuezo de ave: la carne está íntimamente entreverada con la osamenta y deshuesarla es laborioso en grado sumo). Obtuvimos casi tres kilos de carne limpia, por supuesto deshebrada. Al mismo caldo donde hirvió y a la pulpa, agregué abundantes hongos negros chinos, enteros para que lucieran (los venden deshidratados y se rehidratan con agua fría; quedan como recién cortados). Luego herví todo junto con bovril de res y un chile chipotle; no se trataba de que picara, sino solo de dar sabor. Esta sopa resultó extraordinaria (tanto, que la repito con frecuencia, aunque uso muslos de pollo ante la dificultad de obtener el ingrediente original); todos nos servimos varias veces.

Para el segundo tiempo utilicé la parte central del animal, cortada en trozos de 20 centímetros para cada persona. Los empapelé previamente untados con ajo, sal y pimienta y se cocinaron al horno. También fue un éxito, pero debo reconocer que la sopa se llevó las palmas. Este banquete quedó inmortalizado por Paco Ignacio en su columna Esquina Baja de “El Universal”, lo cual me llenó de cierto orgullo (aunque me balconeó con mis amigos ecologistas).

Acá, en Cuernavaca, hemos rememorado con los queridos Dueñas aquel banquete, aunque las dotes gastronómicas de Martha empequeñecen mis pininos…

Por su parte, la mazacoate hembra no tuvo mejor destino. Eugenio le compró ratones blancos, que no quiso comer. Le dio frutas, verduras, cereales; tampoco. Compramos una trampa para ratones y cayó uno gris, pero también fue desdeñado. Pasó un mes sin probar bocado. No era posible prolongar el martirio. Organicé otro banquete.

En fin, en el 2006, regresábamos de Saltillo con un grupo de amigos de la escuela de Emiliano y en la autopista atropellé sin querer a una serpiente, en pleno desierto. Me paré –y los otros tres autos de la caravana escolar- para ver al animal; era un hermoso ejemplar, con figuras geométricas en amarillo y negro, de más de metro y medio de largo. Lo recogí con la intención de cocinarlo en Real de Catorce, adonde nos dirigíamos, ante el aplauso entusiasmado de todos los niños. En la noche, en la azotea del hotel, hicimos una aleccionadora disección en la que participaron casi todos los jovencitos, ante algunos expectantes papás. No sé por qué, pero las entrañas estaban particularmente fétidas, como si el animal estuviera putrefacto (que desde luego no estaba; tenía escasas horas de muerto); aunque limpiamos y destazamos el cuerpo, el olor me dejó marcado y ya no procedí a guisarlo, ante la frustración general de la gente menuda. La piel fue salada y después repartida, en trocitos, a los chicos. Emiliano conserva el suyo, bello pergamino cargado de recuerdos.