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Una muerte compleja
Aristeo Castro Rascón*
Así como en la República de Platón, Sócrates se limita a hablar del vástago del bien y no del bien mismo, así, la presente reflexión se limita a lo que el morir nos enseña o nos permite aprender y no a la muerte misma.
En México, la riqueza simbólica/icónica en la celebración de nuestros difuntos permite que el espectro enseñanza/aprendizaje sea vasto y colorido, ya que, “hace su aparición lo imaginario como una de las formas de percepción de la realidad” (Edgar Morin, El paradigma perdido).
El principal y más sorprendente rasgo que distingue al animal humano del resto de animales no humanos, señala el Pensamiento complejo, no es el utensilio (homo faber), el lenguaje (homo locuax) o el cerebro (homo sapiens), sino su trato con sus difuntos.
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Si bien animales no humanos, como el mono, el perro o el elefante, sienten la pérdida; y algunos otros, engañan a su enemigo “haciéndose el muerto”, es propio del humano representarse la muerte de sus difuntos como un paso de un estado a otro.
La sal en la ofrenda permite al cuerpo del difunto no corromperse y pueda transitar entre este mundo y el de los muertos (www.nationalgeographicla.com).
Sin embargo, la creencia en la supervivencia o resurrección de los muertos no constituye un rasgo sólo cultural, sino, nos comenta el autor de El hombre y la muerte, la proyección fantasmagórica en la psique humana de un principio biogenético: la duplicación de los cromosomas.
Así como, “el cromosoma se multiplica, no se divide, [sino que] construye una réplica de sí mismo, [esto es] fabrica un doble”, Morin refiere, así también la psique humana fabrica un doble que sobrevive y renace a la muerte.
Dicha fabricación es de índole metafórica y procede de la vida, esto es, es metáfora de vida ya que retoma un proceso reproductivo de la dimensión biológica/genética humana. Como Morin señala: “Es la experiencia del reflejo, la sombra, el espejo, producto espontáneo de la conciencia de sí” (El hombre y la muerte).
Al pan de muerto en Valles Centrales de Oaxaca se le coloca una carita de la persona a la que se dedica (www.oaxaca.gob.mx/comunicacion).
La metáfora, entonces, fabrica un doble cuyas propiedades recogen elementos psíquicos/simbólicos y físicos/corporales: el muerto es un vivo no ordinario, un espectro corporal, fantasma o sombra.
Pero, también refleja la tensión, nunca diluida, con el propósito de afrontar la muerte, entre dos dimensiones: la cultural (anthropos) y la biológica (bios).
En Pomuch se realiza la limpieza de restos óseos, como demostración de amor y respeto a sus familiares fallecidos (www.bbc.com/mundo).
Dicha tensión presenta la negación y la afirmación del hecho biológico del morir; la negación corresponde al vacío o no es del morir mismo: la muerte no tiene esencia; mientras que la afirmación corresponde a la realidad del morir, inscrita en el cuerpo, por ejemplo, su descomposición.
Negación y afirmación, vacío y realidad, coexisten en la psique humana, a partir del hecho biológico del morir, provocando, plantea el autor de El paradigma perdido, el horror humano.
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No obstante, en dicha tensión, siempre indisoluble, se encuentran también las condiciones para subsanar el horror, pues, entre ambas dimensiones humanas se plantea, también, una comunicación metafórica y organización compleja capaces de proyectar “al individuo en el tiempo” (Morin, El paradigma perdido).
A pesar de este sustrato cultural común, ninguna celebración y ningún altar dedicado a los muertos es igual a otro (Revistas INAH).
La conjunción de vacío y realidad sitúa al humano en una permanente encrucijada; sin embargo, pone en marcha, también, en lo individual y colectivo, procesos metafóricos y complejos frente a lo irremediable. El Día de Muertos en México nos enseña que, sobre todo la muerte, debe ser imaginada.
*Profesor de Tiempo Completo e Investigador del Colegio de Morelos.