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Un WhatsApp para Romeo

 

Desbloqueé mi teléfono y marqué el número que nadie desea marcar a las 3:30 a. m.: 911. Tres minutos antes, unos ruidos misteriosos provenientes del garaje interrumpieron mi sueño. Ser una persona de sueño ligero, donde hasta el estornudo de un mosquito me despierta bruscamente, es una de las cruces que debo cargar en la vida.

Aún vivíamos en Dallas, y me encontraba sola en casa. Mi esposo y sus hijos se habían marchado a Houston, y yo me quedé por compromisos laborales. La noche anterior, habíamos hablado por videollamada, anticipando su regreso a la hora de la cena.

Los ruidos detrás de la puerta del garaje se intensificaron, y en un impulso de valentía, me dirigí hacia la puerta de mi dormitorio que daba al pasillo, relativamente cerca de la entrada del garaje. En un lapsus de estupidez, lancé la típica frase de película de terror, donde la protagonista siempre muere de forma sanguinaria: “Hola, ¿hay alguien ahí?”

—Es obvio que hay alguien ahí, idiota — interrumpió mi cerebro.

—Claro — pensé, y dándole un giro a mi estupidez, dije en alto: “Hola, ¿quién anda ahí?”

—¿En serio? — volvió a reprenderme mi cerebro.

Silencio. Nadie respondió, pero murmullos en el garaje, ruido de herramienta y el forcejeo evidenciaban que intentaban forzar la puerta, esa que nunca cerrábamos con llave, pero que yo al estar sola, había cerrado a cal y canto. Un latigazo de adrenalina invadió mi cuerpo. Cerré con pestillo la puerta de mi habitación, me acerqué a la mesita de noche, abrí el cajón y saqué la pistola que siempre está ahí, y que hasta ahora solo había usado en el campo de tiro.

Agarré mi teléfono y me encaminé hacia el baño, mientras la amígdala en mi cerebro silbaba la canción de Kill Bill, y yo intentaba acallarla.

Una vez en el baño, cerré la puerta y marqué con nerviosismo esos tres dígitos.

—911, ¿Cuál es su emergencia? — dijo una mujer al otro lado de la línea.

—Están intentando entrar en mi casa, vivo en “1234 Calle Verona”, tengo una pistola cargada, y si entran voy a utilizarla.

Al otro lado de la línea empezaron las preguntas e indicaciones sin parar. De repente, la puerta que conectaba el garaje con mi casa se abrió y escuché pasos en la sala y el comedor.

—Están dentro —, le dije a la operadora.

—La policía está a un minuto de tu casa, quédate donde estás y no hagas ruido.

Llegados a ese punto, tenía la convicción de que en cualquier momento los intrusos iban a entrar en mi habitación. Yo estaba dentro de la ducha, y una pared me resguardaba, teniendo tiro limpio a la puerta de entrada.

En situaciones de peligro, es impredecible saber cómo reaccionará uno. Para mi sorpresa, yo no temblaba como un flan; me encontraba en total control y calma. Aunque la operadora del 911 continuaba dándome indicaciones, yo la escuchaba distante. Estaba plenamente consciente de que mi vida dependía de uno o dos disparos, y centre mi atención en la puerta del baño y en mi respiración. Mi cerebro volvió a intervenir:

—¡Uy!, si te cargas a alguien, te vas a ir al infierno. Te convertirás en asesina, asesina…

Intenté acallar la voz, pero dos segundos más tarde volvió a la carga.

—Si disparas, ¿quién limpia todo?, esto va a quedar como escena de “El Resplandor”.

—¡Céntrate! ¡La mente fría, carajo! — me regañé a mí misma —, mientras devolvía mi atención a inhalar y exhalar de forma consciente.

—¡La policía ya está ahí! — dijo finalmente la chica del 911. — En cuanto yo te avise, vas a salir de donde estás sin la pistola, la policía tendrá todo bajo control y estarás a salvo.

—Ok — me limité a decir. Y entonces, empecé a sentir cómo mi corazón se aceleraba y las manos me empezaban a temblar.

De repente, escuché un grito en la sala de mi casa:

—¡LOCAAAAAAAAA!, ¿estás armada?

Era mi marido.

Después de una docena y media de maldiciones a grito pelado, salí de la habitación y me dirigí a hablar con la policía, que no eran 1 ni dos, sino 5, y que habían presenciado divertidos mi lenguaje más coloquial. Les pedí que no se fueran, porque esa noche iba a matar al trastornado de mi marido, quien había decidido cancelar los planes del día siguiente en Houston y volver a casa pasada la medianoche, eso sí, sin llamarme para «no despertarme».

Hoy en día, vivimos conectados 24/7; nuestros dispositivos nos han arrebatado la espontaneidad y la plenitud de estar verdaderamente presentes en el aquí y el ahora. La tecnología, con su doble capacidad de conectar y desconectar, puede simplificar o complicar nuestras vidas, ser nuestra salvación o perdición.

El auténtico desafío de nuestra época radica en aprender a ser responsables con los avances tecnológicos y utilizarlos con sabiduría. Si tan solo Julieta le hubiera enviado un simple WhatsApp a Romeo, la historia sería diferente, y quizá el mundo se habría perdido de la historia de amor por antonomasia.