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El espectáculo de los procesos electorales

 

Nos adentramos gradualmente a los tiempos electorales, especie de “hoyo negro” disfrutado por los partidos políticos y los medios de comunicación, y del cual pareciera que es imposible escapar. Para algunos es una “bendición” el poder elegir a los gobernantes, pero para otros, quizá los más conscientes, es una “maldición”, propia y concomitante de ese estado societal llamado “democracia”, del cual cada vez conocemos más sus limitaciones. Lo frenético de las campañas políticas, la guerra sucia, el financiamiento exagerado, lícito e ilícito, y la superficialidad de las promesas de campaña, impiden que la masa ciudadana tome distancia y reflexione sobre el verdadero sentido, propósito y condiciones del proceso electoral.

En el marco de la política como espectáculo, los “promotores” de la narrativa sobre la democracia representativa se empeñan en estimular la participación ciudadana vía el voto, por diversos motivos: asegurar el triunfo de los candidatos que proponen, fortalecer la existencia de la llamada “clase política” y, calladamente, validar el sistema socio/económico existente.

Estos tres propósitos se mantienen, sin que importe el desprestigio generalizado, dentro y fuera de nuestro país, de los partidos políticos, ni la evidente manipulación de imagen y opinión que hacen los medios masivos de comunicación impresos y electrónicos, y ni el creciente escepticismo de la proclama de que sólo habiendo procesos electorales se genera el bienestar de la población.

Vivimos en la esquizofrenia pura. Se defiende el sistema de partidos políticos, pero a la vez, en lo cotidiano se demoniza todo aquello que se identifique con ellos. Las personas más confiables como candidatas para puestos públicos “ciudadanizados” son aquellas a las que no se les puede “acusar” de que han sido o son miembros de un partido político. Cuando queremos que nuestra convivencia con amigos y familia se lleve en paz, alertamos de no hablar de política, porque eso nos divide. Cuando queremos entender bien un problema y encontrarle solución, exigimos que “no se politice”.

Sabemos que la política, como se practica, contamina a las personas y desvirtúa su razón de ser, baste ver el “chapulineo” de políticos, y lo peor, la alianza entre partidos con principios disímbolos. Al mismo tiempo se nos estimula y nos involucramos gustosos en las contiendas electorales, vía los partidos políticos y sus candidatos. Navegamos en la ambigüedad, entre fortalecer el sistema de partidos, o desaparecerlo en los hechos.

Sin duda nuestro pensamiento político se ha construido sobre la confusión, la superficialidad y el autoengaño. Y nos aferramos a seguir dentro de esa jaula mental, elección tras elección. La esperanza de salir de la recurrente decepción de la política es, como siempre, apostarles a candidatos, no a partidos, ni a sus plataformas, porque sencillamente ese es el camino más fácil de participación electoral. En efecto, es más propio de mentes elementales hablar de personas y anécdotas, que hablar de ideas, y lo superficial es la especialidad de los medios de comunicación. ¿A quién le puede interesar explicar o entender los mecanismos de cómo opera la sociedad en la que vivimos, de cuál es la verdadera causa de los problemas que nos afectan, y cuáles son los cambios que requiere nuestro sistema económico/político para solucionarlos?

La desinformación intencionada, la distracción y el entretenimiento malignamente inducidos por los medios de comunicación, y la obsesión por consumir lo que sea usando el crédito, sumado todo ello a la necesidad cotidiana de obtener un ingreso para el sostén familiar, y al miedo al cambio y a la verdad de las cosas, son los mejores inhibidores usados por los poderes fácticos para prevenir el crecimiento de la conciencia crítica y del auténtico poder ciudadano. Los procesos electorales son el instrumento para camuflar el crónico sometimiento ciudadano a poderes hegemónicos.

Los impulsores de la democracia representativa señalan que su razón de ser es que la gente tenga la posibilidad de elegir gobiernos que atiendan sus necesidades. Esta premisa nos parece incuestionable, pero las cosas no son así en la práctica. ¿Quién es “la gente”? Resulta ser que en las sociedades abiertas hay una gran multiplicidad de grupos de personas, a las que se puede caracterizar y diferenciar por su ocupación, lugar de residencia, volumen de ingresos, capacidad de consumo, prácticas y hábitos cotidianos, grado de influencia en la toma de decisiones gubernamentales, capacidad de viajar, fuentes de temor e inseguridad, número y tipo de bienes propios, y más.

Frente a esta diversidad, ¿en qué forma los procesos electorales, vía los partidos políticos y sus candidatos, pueden atender las necesidades de “la gente”? Habría que identificar, en todo caso, cuáles son las necesidades comunes, reales y sentidas de los diferentes grupos de la sociedad, para elegir gobernantes que trabajen para atenderlas. Pero ¿será eso posible, sin la existencia de mecanismos de diálogo, debate y consenso en los que participen el mayor número de ciudadanos? La respuesta es clara.

Por lo pronto, las próximas elecciones del 2024, con la idea de un frente de partidos políticos que se unen para combatir a otro frente no es más que un espectáculo tóxico de entretenimiento, con la complacencia de los poderes fácticos que no se someten a escrutinio, ni elección.

*Interesado en temas de construcción de ciudadanía.