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Una cifra publicada en días pasados en este periódico llamó mi atención: hay 16 mil órdenes de restricción solicitadas por mujeres que han sufrido violencia en Morelos. Muchas de ellas, con verdadera angustia, acuden al ministerio público más cercano para denunciar de todo, desde amenazas de muerte, acoso, golpes, abuso, etc. Repito: 16 mil órdenes levantadas. Eso quiere decir que todas ellas se sienten en peligro a causa de un agresor con quien sostuvieron una relación sentimental. Cada una ellas, muy probablemente, comenzaron su vínculo tóxico siendo bombardeadas por un cortejo amoroso incesante, con mensajes, canciones, flores, regalos, invitaciones, con atenciones de las que nunca habían gozado para hacerlas sentir únicas. Dichos cebos las hacen pensar que por fin podrán acceder a la redención que la herida de orfandad, por el simple hecho de haber nacido mujeres, les inflige esta cultura.

Es una herida que impone un destino subalterno: serás madre-esposa, te entregarás a los otros. Cuidado y se te ocurra ser otro tipo de mujer o preguntarte si es posible vivir de otra manera porque de lo contrario otro estigma caerá sobre ti: el de la loca, la conflictiva, la lesbiana, la desadaptada, en suma, la mujer rara que nadie quiere ser porque para eso están las muñecas, los cuentos de princesas, los juegos de té y el jugar a la casita, para adoctrinar, para adiestrar, para imponer con dulzura e inocencia, vía vestidos de tul, diamantinas y diademas, un destino biológico que, por desgracia, se traduce en cuento de terror.

¿Quién se casa y vive feliz para siempre?, ¿quién encuentra al amor de su vida y consigue la utopía perfecta de un compañero justo, amable, trabajador, comprensivo? Pocas. No dudo que esos personajes existan como excepciones de una regla que confirma otra estadística: en México, ocho de cada diez mujeres hemos sufrido algún tipo de violencia empezando en nuestra casa como hijas; luego como novias, como esposas o como amantes. Esos agravios pueden ser de cualquier clase: físicos, económicos, patrimoniales, vicarios y demás. No hay salida, tampoco alternativa porque “si no eres mía, no serás de nadie”. La violencia estructural opera sistémicamente bajo el visto bueno de un entorno misógino, cómplice feminicida. Eso no le gusta a escuchar a nadie, como dice la escritora Isabel Allende en una entrevista. Sí, una cae mal afirmando, acentuando esta problemática que nadie se atreve a frenar de veras porque eso implicaría un cambio de fondo, una restructuración de todas nuestras formas de ver la vida, de relacionarnos, de deconstruir, des identificarnos y desagregarnos de un orden cultural que impone ritmos y roles, mecánicas de operación de cómo funciona este mundo tanto en el espacio público como en el privado.

Lo vemos en la reciente película de Barbie, la nueva versión de la joven directora Greta Gerwig, otro horizonte rosa sería posible en una dimensión que no es la real, sólo ahí. Así que no, no somos bien vistas quienes señalamos todas horas, no sólo en las vísperas del 8 de marzo o en las semanas de activismo del 25 de noviembre, que nos siguen matando literal y simbólicamente. Somos, a decir de Lydia Cacho, las que echamos siempre a perder las fiestas, las que miramos siempre lo negativo, sin agradecer todas nuestras “conquistas”, es decir, nosotras, las feministas, estamos mal porque no decimos que el rey aún va desnudo. Sí, según ellos, estamos mal porque sabemos que todavía no existen oasis en este paisaje forense de fosas, de crimen, de injusticia.

No, nos doblegamos ante espejismos emancipatorios, ante cuotas de género que lograrán llevar a sillas de toma de decisión a rectoras o gobernadoras. No, no confiamos. Sabemos que el cuerpo de mujer no garantiza agenda feminista y sin esta, no hay manera de combatir las violencias que sufrimos a diario. Las políticas blanqueadas, los programas de gobierno, las prebendas, los apoyos a programas con moños rosas, violetas y demás son placebos, son galletitas para aplacar, son mentiras que no resuelven. Sépanlo, léanlo, hago un llamado para que no lo olvidemos: dos o tres mujeres al poder no significa que el poder llegue a todas las mujeres.

La anterior es sólo una estrategia gatopardista para distraer, un taparle al ojo al macho para perpetuar las mismas condiciones de siempre, incluso para darle argumentos al patriarcado después de un sexenio con la primera presidenta, la primera gobernadora, la primera dirigente de una máxima casa de estudios: “¿ya ven, para eso querían ser las meras, meras?”, “se les dejó llegar hasta arriba y no resolvieron nada”, “no que muy fregonas”, porque, en efecto, se nos juzga con más rigor. El escrutinio de las administraciones a cargo de mujeres será despiadado; la crítica, de lobos feroces y hambrientos, incluso de otras lobas que a río revuelto tomarán eso que se ha nombrado como “violencia política de género” para tergiversar o vulnerar otras libertades y derechos, ya es una consigna, una estrategia para rebasar del lado de la lucha supuestamente feminista. Así que las mujeres al poder no serán la panacea porque las estructuras, los andamiajes, los caminos que te llevan a esas sillas siguen siendo regados con las mismas sangres, pagados con los mismos derechos de piso. El poder no sólo corrompe absolutamente; el poder, como se ejerce en una república mafiosa, está más allá no sólo del bien o del mal, sino de todos los géneros, de todos los colores.

*Escritora