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Mercedes Pedrero Nieto

He trabajado en muchos países, siempre experiencias enriquecedoras, en general
placenteras, aunque a veces con momentos de tensión. De eso último quiero compartir una
en particular, cuando para mi la palabra escrita jugó un papel trascendental.
Mi trabajo en el extranjero ha sido principalmente de carácter técnico-conceptual para la
recopilación de información estadística, fue lo que me llevó a Pakistán para reelaborar su
encuesta de empleo, con el fin de captar de mejor manera el trabajo, especialmente el de las
mujeres. Profesionalmente no había problema, todo el trabajo tenía que ser en inglés, dada
mi ignorancia absoluta de su idioma, el urdu, el cual se escribe con al alfabeto persa, de
derecha a izquierda con grafemas asociados a fonemas que si no los hemos estudiado no
podemos distinguir letra alguna, así que ni manera de tener el recurso de un diccionario
para traducir cosas elementales, como “baño de mujeres”.
Con mi inglés, que no es bueno, me fui comunicando, rompiendo algunas barreras,
especialmente por no estar acostumbrados a trabajar con mujeres, pero pudimos establecer
el programa de trabajo. Así fue la primera semana, cada día agotador, así que por la noche
ponía alguna de las películas en inglés que ofrecía el hotel y me quedaba dormida.
El primer día de asueto fui al “bazar” (mercado), maravilloso por sus productos: frutos
exquisitos, telas especies, etc. Pero ahí noté lo que añoraba, escuchaba las voces, en parte
murmullos, pregones, conversaciones…todo en URDU, pero yo, sólo quería al menos una
palabra en español.
Regresé al hotel, busqué en la televisión todo lo grabado que ofrecía. Nada en español.
Entonces me acordé de que cuando estaba en el aeropuerto de la Ciudad de México llegó
mi hermano Eduardo casi cuando iba abordar el avión, me abrazó y me dio un libro y me
dijo: el vuelo es largo para que se te haga menos pesado. Ni lo vi, lo metí a mi maleta de
mano y como siempre me duermo profundamente en los vuelos nunca lo saqué. Ahí estaba:
“La muerte de Artemio Cruz”.
Llena de emoción empecé a leer esa gran novela, quería devorarla, pero de pronto
reaccioné, me faltaban 42 días de misión, tenía que administrar mi tesoro. Conté las
páginas, eran 307, así que sólo tenía permiso de 7 u 8 páginas por día, podía leerlas varias
veces, ver qué recursos literarios había usado Carlos Fuentes, aprender de su sintaxis,
dialogar con su personaje, etc.
Así cada día, después de leer mis siete páginas, pude dormir serenamente para trabajar al
día siguiente rodeada de murmullos en urdu, escuchar 5 veces al día el pregón de los
minaretes, guardarme en mi despacho durante rezo de las 12. Y finalmente concluir
exitosamente con la misión profesional.

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