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visita PREMATURA al cielo (parte 2)

 

Estábamos en Medellín, Colombia, en el famoso restorán “El Cielo”, a punto de empezar una cena privada de veinte “momentos”. Uno de los meseros nos explicó que el eje temático de esa noche era la guerra, la paz y la conservación de la naturaleza, y así cada platillo, y sus ingredientes, tenían algún simbolismo vinculado a semejantes asuntos, mismo que nos iba aclarando en cada caso. Como en cierto platillo no hubo dicha interpretación, imprudente como soy pregunté por ella. Con tino, el atento mesero afirmó que ese platillo era un momento de descanso para reflexionar, pues no tenía implicaciones ecológicas ni pacifistas. En cambio, otro simbolizaba a la basura y era un trocito de cerdo cocido cuatro horas al vacío y servido con papeles arrugados, como de celofán de colores, que en realidad eran de jitomate, de pimiento, de mango, de naranja, y por supuesto se comían. Otro más fue el “Campo Minado”, un postre de chocolates de dos colores con variadas espumas.

Amén de exquisitos vinos tintos y blancos que acompañaron la cena, como aperitivo se ofreció un Martini de lichi con merengue de ginebra, servido en un vasito ¡de hielo! y la cucharita que tenía era a la vez popote.

Entre los numerosos platillos hubo crema de jitomate con azúcar de aceituna negra, vieiras con limoncillo, jengibre, salsa de ajos picantes y tostadas con miel de tomillo, solomito con salsa de chocolate, queso azul y galleta de parmesano, risonni al cacao con salsa de mora y chocolate blanco, falsa milhoja con azúcar efervescente. Hubo empanadita crocante con espuma inyectada con humo de roble y reducción de ñame (una especie de camote), res cocida sobre piedras bañada por uno mismo con limonaria, sobre setas, pollo en brocheta con avena y una reducción de fresas, lima, café y vino tinto.

En general todo estuvo delicioso e interesante. Solo algunos platillos rebasaron mis capacidades apreciativas. Tal fue el caso de un langostino a la parrilla servido junto a una pisca de sal marina con polvo de cítricos y un montoncito de espuma de maracuyá. Después de probar la excéntrica combinación, yo me acabé de comer el langostino con la sal, ¡exquisito!, y después terminé la espuma dulce por separado.

Ante un carpaccio de atún con espuma de limón rematada con una aceituna negra, después de probarlo inquirí con discreción al ilustre Lácides Moreno Blanco, eminente gastrónomo colombiano: “Oye querido Lácides, ¿se verá muy mal si pido el salero?”, quien sin titubeos me respondió afirmativamente. Continué pues con mi atún, que yo sentía desabrido, hasta que me comí la aceituna, que no era tal, pues resultó ser una burbuja de salsa de soya que debía haber roto al principio para saborizar a la espuma y al carpaccio. No me sentí tan provinciano o de plano pueblerino cuando observé que no fui el único despistado. (Por cierto, que esa noche corrió una anécdota de ese muchacho de 88 años de edad, el insigne Lácides, quien cierta ocasión hubo de ser inyectado para prevenir algún mal incipiente; cuando la bella enfermera en el hotel concluyó su trabajo, el sabio cartaginense le dijo: “Si así son sus manos para la tortura, ¿cómo serán para las artes amatorias?”).

De repente, entre un platillo y otro, llegaron los meseros con unos humeantes platones que pusieron al centro de la mesa, de los cuales se desprendían densas columnas de humo blanco con un intenso olor a chicle bomba. ¡Sí!, de esos sin marca, de bola, que venden a granel y solo los niños consumen. Este “momento” no era de los comestibles, sino que estaba destinado a sorprender al olfato. ¡Vaya que lo logró!, al olfato y al supuesto buen juicio tradicional. La mayoría de los comensales dimos rienda suelta a la risa, muy divertidos, pero sin el menor asomo de burla; así esperamos que lo entendiera el laureado chef Barrientos. Aunque yo era el único mexicano, todos al fin latinos soltamos variadas bromas; pregunté, muy serio, al mesero: “¿Este es postre o guarnición?”, y así todos por el estilo.

Uno de los varios postres fue un confite de mandarina servido ¡a 200 grados centígrados bajo cero!, que al ponerlo en la lengua daba una sensación primero de calor y luego de frío, para inmediatamente después evaporarse en la boca. Otro fue una flor narcótica como manzanilla que adormece al instante donde toca la lengua y los labios, produciendo un aparente choque eléctrico muy tenue.

Muy curiosa fue la manzana en ósmosis acelerada con agua de azahar (que mucho me recordó mis primeras rasuradas de adolescencia con agua de colonia Sanborns), técnica al vacío y en frío con hidrógeno que permite al fruto absorber el sabor adicionado en el líquido sin perder su textura. No faltó quien comentara: “Esta es una vaina tecnológica muy jodida”. Y otro más que le dijo a la chef Tina: “Cuando la ensayes en tu restorán de Cali, no le vayas a volar el tejado”, recibiendo por única respuesta de la chef: “Estos costeños son muy ordinarios”.

Para una limpieza final en los dedos, se nos ofreció, en pequeños platitos hondos, agua con pétalos de rosa. Ya de despedida, después de beber un “bajativo” (como allá le dicen) color azul, alguien comentó: “Solo nos faltó una espuma de arepa” (que es la tortilla de maíz, muy gruesa, que acostumbran cotidianamente en Colombia), y otro terció: “O una solidificación de chocolo” (que no es más que el elote).

En definitiva, valió mucho la pena (que no fue ninguna) esta primera visita que hicimos al cielo. Habremos de portarnos bien para merecer otra, la definitiva.