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Con la irrupción violenta, sorpresiva y devastadora del huracán Otis, que destrozó buena parte de la estructura física de Acapulco y de varios municipios del estado de Guerrero, fuimos testigos de diversas y disímbolas reacciones, personales, institucionales, sociales y científicas.

Desde la siempre admirable solidaridad irrestricta de las y los mexicanos del resto del país y el apoyo de gobiernos extranjeros, hasta la anonadada reacción de las autoridades de los tres niveles, que exhibieron su falta de previsión, de reacción, de coordinación, de ausencia de mando, de toma de decisiones. ¿Y, los protocolos de actuación en materia de protección civil? ¿Qué paso?

En ocasión anterior (LJM 23 febrero) señalé que “ante fenómenos naturales no se puede atribuir, de inicio, responsabilidades a las autoridades por los daños causados. Sin embargo, se requiere investigar si las actuaciones u omisiones de los servidores públicos para prevenir, mitigar y atender los fenómenos naturales pueden vulnerar derechos humanos”. En el caso de Otis nada se sabe de una investigación iniciada, o en curso, bajo esa perspectiva. Simplemente, para saber si se dio aviso previo a la gente con la debida oportunidad que las circunstancias lo permitían. La relevancia es de fondo, pues va de por medio la posibilidad de reconocer la calidad de víctimas a los damnificados.

Es entendible el enojo de la población. Acapulco no se reduce a la zona hotelera. El auténtico Acapulco empieza la calle paralela después de la costera. Qué bueno que la recuperación inicie por esa zona, para reactivar la economía, pero las afectaciones a la gente común del lugar y de otras poblaciones son muy profundas. Los datos oficiales refieren 274 mil viviendas y 47 mil 627 locales comerciales afectados. Se calculan años para la recuperación.

Por su parte, los científicos alertan, una vez más, sobre la recurrencia de estos y otros fenómenos naturales en cualquier parte del país y del mundo. No se puede desdeñar el S.O.S., casi desesperado, con el que piden a los gobiernos y a las empresas actuar con mayor compromiso y energía para salvar nuestro planeta.

Ahora me detengo en una reflexión. La actitud de la sociedad guerrerense debe ser ¿de dignidad o de resignación ante la tragedia? ¿Estamos frente a un caso de resiliencia social o de sumisión social? ¿El reclamo de la gente implica ejercer un derecho ante el gobierno? ¿Se puede calificar la resiliencia como un derecho humano o, son los derechos humanos el caparazón para dar a aquélla mayor cobertura?

La resiliencia social es la capacidad de reacción, con espíritu de superación, de un grupo poblacional ante la adversidad que acarrea un fenómeno de la naturaleza. Se asume una actitud colectiva de salir adelante y no caer en el derrotismo. Esto se refleja en lo anímico-emocional y en la búsqueda de recuperar actividades, (laborales, recreativas, familiares).

En estas situaciones, resulta fundamental preservar la dignidad de las personas. Las autoridades están obligadas a dar un trato de respeto a los afectados y no asumir actitudes lastimeras o de conmiseración, lo cual es condenable en sí, e inclusive ser calificado de violatorio de derechos humanos. El respeto debe prevalecer al levantar censos, al entregar apoyos, al solicitar documentación o al atender los reclamos. Una situación de genuino respeto de derechos humanos es que las personas afectadas no sean usadas políticamente, ni sean objeto de acción política de ninguna autoridad ni ningún partido político. La calidad de titulares de derechos humanos no se pierde en ningún momento, ni antes, ni durante, ni después de la ocurrencia del evento natural.

No se trata de calificar a la resiliencia social como un derecho humano, pero sí de que se respeten a plenitud los derechos humanos de todos quienes han sufrido pérdidas humanas, materiales y emocionales. Resiliencia y derechos humanos tienen en común la búsqueda del bienestar y la dignidad de las personas.

En este sentido, las instituciones de derechos humanos juegan un papel relevante, pues tienen la tarea de brindar acompañamiento a las personas afectadas, en el regreso a su situación previa. Y velar que en el proceso de recuperación haya respeto a los diversos derechos humanos susceptibles de vulneración, entre otros: a la seguridad personal, de propiedad, de vivienda, de búsqueda de familiares, de educación, de no discriminación, de igualdad. Sin descuidar que haya acceso a la información pública y rendición de cuentas sobre los recursos utilizados.

Otis fue el último huracán, pero no es el último. Ni es Acapulco el último lugar al que llega un huracán. Lo mejor es tomar conciencia y mejorar los esquemas preventivos y reactivos, con un enfoque de derechos humanos. Es responsabilidad de las autoridades avanzar en esa ruta.

* Investigador del Programa Universitario de Derechos Humanos de la UNAM.

eguadarramal@gmail.com