loader image



Poner las barbas a remojar



Dentro de la enorme variedad de tamales que ostenta nuestro país, un destacado lugar es ocupado por los tamales barbones del sur de Sinaloa. El nombre proviene de las barbas de los camarones que contienen, pues se ponen con la masa de maíz y la salsa colorada sin pelarlos ni quitarles la cabeza, de manera que sobresalen algunas de las barbas del crustáceo.

Buena parte de mis experiencias gastronómicas en Sinaloa se las debo a Jesús Aguilar Padilla, quien llegaría a ser gobernador. Fuimos invitados Silvia, Emiliano y yo y nos alojaron en la casa oficial de la playa de Altata. Chucho nos acompañó y organizó un banquete a base de cahuama (cuando aún no estaba prohibida su captura). Desde luego que se cocinó en estofado y la comimos en tacos: de aleta (delicioso cartílago para conocedores), de sangre (o moronga de tortuga) y de pecho (que viene siendo la maciza), entre otras suculencias anatómicas; la extensa serie de tacos fue acompañada de consomé de cahuama ligeramente picosito servido en tarros.

Allá mismo en Altata, en la playa del estuario, se colocan pequeños puestos de mariscos en la arena y a ciertas horas es una sorpresa deliciosa el ascenso de la marea, de modo que está uno comiendo con el agua a los tobillos. Mi puesto consentido es el que vende jaibones hervidos; basta un limón y un poco de sal para armarse un banquete.

En otra ocasión fui con Eugenio a Altata y tomamos una lancha desde la playa de la albufera hasta la barra. Nos sentamos a platicar en la arena, con el agua hasta la cintura. De pronto, descubrimos que estábamos sentados sobre un banco de almejas enanas, como de un centímetro de diámetro, revueltas con la arena. Abrimos una con la uña y la probamos; estaba muy buena, con ese concentrado sabor marino de los moluscos vivos. Nos quedamos allí cerca de una hora, conversando y comiendo almejitas, quizá unas cien cada uno.

De vuelta con las cahuamas, ya en veda permanente, debe mencionarse que la tradición gastronómica se conserva a través de un invento reciente: la cahuamanta, que no es otra cosa que la mantarraya cocinada a la manera de la cahuama, es decir, en estofado. Ha proliferado en Sonora y Sinaloa, aunque todavía se puede conseguir -malamente- la verdadera cahuama. (Igual que los huevos de tortuga, que se venden en el mercado de Juchitán, en sus tres versiones: frescos del día, prácticamente líquidos; de tres días, espesos y de sabor más intenso; y de una semana, casi sólidos, como ciruela pasa, y de fuerte sabor exclusivo para paladares experimentados).

También con Jesús Aguilar conocí una modesta taquería de Culiacán, adonde me llevó a comer unos tacos dorados pequeñitos que se sirven con caldillo, varios en un plato hondo.

Una de mis experiencias más memorables tuvo lugar durante unas vacaciones con Eugenio en la playa de Camahuiroa, en el extremo sur de Sonora, con unos amigos sinaloenses de Los Mochis (que está muy cerca). Diario, a media mañana, salíamos en lancha a interceptar un barco camaronero en altamar, pues pescan a unos cinco kilómetros de la costa. Navegan muy lentamente, arrastrando sobre el fondo marino –que allí no es rocoso- una gran red que atrapa los cardúmenes. Pasan varias semanas sin llegar a tierra, pues van refrigerando los camarones en sus bodegas hasta que las llenan y entonces regresan a puerto. Ese aislamiento de las pequeñas tripulaciones –de tres o cuatro personas- les hace recibir con gusto a las esporádicas visitas (amén de lo hospitalario que es nuestro pueblo).

Ya se sabe que en la pesca del camarón se atrapa involuntariamente abundante fauna llamada de acompañamiento, peces finos que sirven para alimentar a los marineros y el resto se devuelve al mar. Los varios días que fuimos a comprar camarones (a pasto, sin límite), aprovechamos para adquirir algún robalo o huachinango y una vez, con gran suerte, una cahuama que preparamos sensacional (por supuesto en estofado: ajo, cebolla, jitomate, zanahoria, papas, aceitunas, chiles, pimienta, orégano, un chorrito de vinagre).

Una de las cotidianas visitas a los barcos camaroneros me dejó huella. El capitán, sentado en un alto banco frente al timón, tenía los pies levantados, apoyados en el tablero de mando. Tenía abierta la línea del radio de telecomunicación y platicaba –si así se le puede llamar a lo que hacía- con el capitán de otro barco de la misma flota (todos pescaban en la misma zona). En realidad, parecía que estuvieran frente a frente, con una mesa y unas copas de por medio, con toda placidez, casi sin hablar. Como si llevaran horas sentados juntos, departiendo sin prisas, apenas haciendo comentarios aislados (de hecho, yo creo que en efecto llevaban horas así. Los días en altamar, y semanas, deben ser eternos, además con una actividad extremadamente tranquila, excepto cuando sacaban la red del mar y preparaban el fruto de la pesca. El resto del tiempo, horas y horas navegando muy lentamente, arrastrando la red…). Nuestro capitán le decía al otro, con extrema parsimonia, un par de palabras:

-Pues sí…

Pasaban muchísimos segundos hasta que llegaba la respuesta o, mejor dicho, otro par de palabras que ciertamente no alcanzaban a ser una contestación:

– ¿Cómo ves…? – escuchábamos una voz emitida con la misma calma. Y pasaban otros largos segundos…

-No sé…- Y así siguieron.

En realidad, no estaban platicando, sino acompañándose o compartiendo sus soledades.