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Como hace miles de años -siete mil, según algunos especialistas- el amaranto se asoma a las tierras morelenses por estas fechas. Diciembre y enero son, por excelencia, los meses de su cosecha que siempre es abundante en nuestro estado, uno de los productores más importantes de este pseudocereal en el país.
Paradójicamente, el amaranto es considerado el alimento del futuro desde fechas tan lejanas como los años 80s del siglo pasado, cuando la NASA lo incluyó en la dieta general de los astronautas.
Posee más proteínas que el maíz y el arroz y hasta el 80 por ciento más que el trigo, contiene en abundancia vitaminas A, B, C, B1, B2 y B3, ácido fólico, calcio, hierro y fósforo, y es una fuente rica de aminoácidos como la lisina, por lo que su consumo es particularmente benéfico para la salud cardiovascular y ósea. La Secretaría de Agricultura y Desarrollo Rural lo considera, ni más ni menos, el mejor alimento de origen vegetal para el consumo humano.
Además, el amaranto requiere casi la mitad de agua que el trigo y la cebada, se obtienen hasta dos toneladas de producto por hectárea sembrada, resiste altas temperaturas, sequía y plagas, es de muy fácil adaptación a las condiciones más adversas, en especial aquellas provocadas por el cambio climático, y es una excelente opción para reemplazar al maíz, además, a diferencia de éste sus hojas también son comestibles: son los quintoniles, que también tienen un importante aporte de vitaminas y minerales.
Morelos cuenta con más de 70 hectáreas cultivadas ubicadas principalmente en Jantetelco, Zacualpan de Amilpas, Tetela del Volcán, y Temoac considerada la tierra del amaranto, y que produce el 80 por ciento del total de este producto en el estado, el cual, con la generación anual de aproximadamente 105 toneladas, se ubica en el sexto lugar de la producción nacional.
Sin embargo, pese a todas sus bondades, la producción de amaranto, tanto en Morelos como en otros estados productores, como Tlaxcala y Oaxaca, ha disminuido de manera constante desde 2016, de acuerdo con estudios realizados por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).
Según la investigadora Laura Elena Martínez, del Instituto de Investigaciones Sociales (IIS) de la UNAM, los precios en el campo, las políticas o programas estatales influyen en el movimiento errático en la producción.
La siembra de una hectárea de amaranto implica una inversión de aproximadamente 15 mil pesos y, si cada tonelada se vende en alrededor de 25 mil pesos, resulta rentable para los productores pero, por falta de control del mercado y sus precios, a finales del año pasado llegó a estar a 10 mil pesos, aunque después el precio remontó ligeramente para estancarse en alrededor de 18 mil pesos. En 2020 los productores también vieron fluctuar drásticamente el precio, que pasó de 25 a 12 pesos por kilo en un par de meses. De esta manera, para los productores, el amaranto se ha convertido en algo muy parecido a jugar a la ruleta.
En un estudio del Instituto Nacional de Investigaciones Forestales, Agrícolas y Pecuarias (IUNIFAP) y de la Universidad de Chapingo, específicamente sobre la producción de amaranto, se concluyó que falta de acceso a la tecnología por parte de los productores -ubicados en su mayoría en comunidades en condiciones escasez-, el poco financiamiento, la falta de modernización del proceso productivo, la ausencia de economía de escala y la nula organización de los productores que los mantiene a expensas de los intermediarios que son quienes fijan el precio del producto, son las principales amenazas del amaranto mexicano.
Como en muchos otros campos, el amaranto de Morelos tiene las manos, la tierra y hasta la tradición a su favor y, como en muchas ocasiones, las universidades, con sus estudios y diagnósticos, nos indican lo que hay qué hacer.
Solo hace falta un tercer elemento en la ecuación.

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