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ESTAS SON PURAS PAPAS

 

Siempre he sido muy aficionado a las papas (más a comerlas que a decirlas). Desde niño, un platillo consentido para mí era –y sigue siendo- unas buenas salchichas hervidas acompañadas con puré de papa y col agria (sauerkraut en alemán o choucroute en francés; corto la col en tiritas y la hiervo en agua con clavos, pimienta gorda, una pizca de azúcar, vinagre y sal).

De mi madre aprendí un par de recetas buenísimas. Una la podemos llamar ensalada de papas y es muy sencilla: papitas de las chiquitas hervidas y peladas, tiras de aguacate –preferentemente criollo, o sea el de cáscara muy delgada, pero pelado-, suficiente cebolla cruda picada finamente, orégano casi pulverizado, sal y abundante aceite de oliva; bien mezclados los ingredientes, la ensalada se come al tiempo, aunque las papas pueden estar aun tibias.

A esta otra receta le podríamos decir pastel de papas. Se hierven varias papas grandes, se pelan y se hacen rebanadas gruesas, casi de un centímetro de espesor. Se revuelven en un platón con trocitos de jamón, cebolla picada finamente, suficiente perejil asimismo picado, sal y se agregan huevos levemente batidos con un poco de mostaza. Se coloca todo en un refractario –previamente untado con mantequilla-, se espolvorea pan molido encima y se hornea. A mí me encanta.

Ya por mi cuenta, desde hace años inventé una pierna de carnero estofada. En una olla alargada que tengo, con tapadera, coloco la pierna, previamente sellada con manteca de cerdo a fuego muy alto (para que no se desjugue); agrego pimienta y sal. Luego pongo abundantes papas y zanahorias peladas en trozos, cebollas de cambray enteras y chícharos. Lleno la olla con vinos tintos y blancos, secos y dulces, todos le quedan bien, pues el estofado debe tener un ligero regusto dulce. Lo cuezo a fuego muy lento, tapado, durante unas ocho horas y le voy agregando cerveza, conforme se va secando. No se mueve, para que no se bata, y como está a fuego bajo no se quema; debe quedar finalmente con un caldo espeso, como gravy. Se come sin cuchillo, pues la carne está literalmente deshaciéndose.

Hace poco me saqué de la manga un pollo al axiote. En una alta olla de barro de boca estrecha fui colocando sucesivas capas de piezas de pollo –previamente untadas con axiote disuelto en jugo de naranja agria-, abundantes y gruesas rebanadas de papa y suficiente cilantro, y otra vez las tres capas, varias veces, hasta llenarla. Agregué una salsa de jitomate guisada con ajo, cebolla y unos chiltepines (como piquín), hasta rellenar la olla. La tapé con masa de maíz, de manera que quedara sellada herméticamente, y la puse a fuego muy lento como cuatro horas.

* * *

Permítanme agregar otras líneas sin papas. Hacia mis veinte años, viví un año en Moscú con mis padres, pues él fue circunstancialmente diplomático. Los frecuentes viajes y la intensa vida cultural de esa metrópoli –conciertos, ballet, ópera, teatro-, hicieron llevadera la lejanía de mis quereres.

Además, leí mucho. Los veinte gruesos tomos de la Historia de México de Niceto de Zamacois fueron devorados por mí, entre otros variados libros. Por las tardes solía hacerme un agua de limón cargada de azúcar y del cítrico y le ponía su dosis de ginebra holandesa, emergiendo así un sápido Tom collins, compañero de lecturas. En el largo frío de Moscú (decían que solo había dos estaciones: el invierno y la del ferrocarril), llamaba la atención que había unos melones gota de miel, los mejores que he probado en mi vida, pues hacían riguroso honor a su nombre.

Tema aparte es del caviar que, aunque no era desde luego popular, sí era frecuente probarlo, sobre todo en el mundo diplomático. En Moscú se conseguía el caviar en sus tres calidades, según el tamaño (el mejor es el mayor); ellas son, en orden decreciente: beluga, ossetra y sevruga. En los teatros y salas de conciertos se vendían en el entreacto pequeños bocadillos de ese manjar, con copas de champagne, y asimismo en las recepciones de las embajadas se ofrecía a los invitados. En unos pequeños panes de caja (como de la cuarta parte del usual para los sandwiches), ligeramente tostados, se untaba mantequilla, se le ponía el caviar encima, se agregaba una pizca de cebolla picada, unas dos gotas de limón y una rodaja delgadísima de huevo cocido. No he tenido muchas oportunidades de volverlo a disfrutar, después de mis días moscovitas.

El estatus diplomático facilitaba la importación de productos y recuerdo de manera especial unas latas con tamales verdes, con todo y sus hojas de mazorca, bastante aceptables (dadas las circunstancias); por supuesto, eran fabricadas en México.

Por cierto que, contra lo que podrían pensar muchos mexicanos, no tenemos el monopolio de los tamales. Los hay desde Argentina y Chile hasta nuestro país, pasando por toda América Latina, aunque los nombres y particularidades varían en cada nación. Los llamamos tamales en México y asimismo los designan, para ciertas variedades, en Centroamérica, en Colombia y en otros países hispanoamericanos; equivalen a las hallacas de Venezuela, a los tayuyos o bacanes de Cuba, a los mapiros, guanimes y mandullos de Puerto Rico, a las humitas de Argentina y Bolivia, llamadas humintas en Chile, a las chapanas de Perú, a los juanes y las pamonhas de Brasil, a los pasteles de la costa atlántica colombiana y a los bollos del Ecuador. En Honduras y Nicaragua les nombran nacatamales.