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GOURMET VERSUS GOURMAND

 

Cuando algún amigo generoso me presenta como gourmet, invariablemente lo corrijo, pues esa palabra francesa quiere decir gastrónomo delicado o catador. Mi condición intrínseca de sibarita o hedonista me acercaría más al término de gourmand, que significa glotón o gastrónomo, a secas (sin lo delicado).

Mi hijo Emiliano me recordaba que nuestros viajes en una camper que teníamos solían incluir momentos culminantes de placeres culinarios, por lo que bien cabría aquí un artículo titulado camping gourmet. Ciertamente, la mayoría de las personas que no son afectas al campismo o que simplemente nunca lo han practicado, creen que salir de campamento es sinónimo de privaciones, tanto de buena comida y bebida como de confort. Están muy equivocados, cuando menos en mi caso. Fuera un fin de semana o unas vacaciones, la despensa y el bar estaban debidamente aprovisionados, incluso con cierto lujo cuando se trataba de celebrar efemérides como el Año Nuevo.

También en casa –antes en la Ciudad de México y ahora en Cuernavaca-, trata uno de no pasarla mal y se las ingenia para ello. Se estira el presupuesto, se va al mercado –no al súper-, se trabaja duro en la cocina (que, por cierto, para mí no es trabajo, sino uno de mis gustos principales).

Pero, por otra parte, no puedo negar la cruz de mi parroquia (la mía es vasca, aunque no sepa de hace cuántas generaciones). Estuvimos en Bilbao y San Sebastián y en verdad que me sentía en mi casa. El apetito y la capacidad de comer que nos caracteriza es proverbial (sin que para mí sea un motivo de orgullo, sino más bien de cierta pena).

No puedo dejar de recordar una comida con Luis Torregrosa en uno de los mejores restoranes argentinos de la Ciudad de México, allá por Insurgentes. Pedimos primero un par de botanas y luego un bife de chorizo de 800 gramos, para compartirlo (por cierto que nunca he investigado por qué le llaman “de chorizo” a ese excelente corte, pariente del rib eye); nos gusta sin abrirlo, el bloque de carne entero, cocido a término medio. Nos lo acabamos con una botella de vino tinto de la casa. No tuvimos ningún titubeo para pedir otro bife igual, por supuesto con su respectiva botella. Los comimos a un ritmo pausado, ayudados de repente con un trocito de pan. Al terminar la segunda tanda de sólido y líquido, sí titubeamos un poco –no mucho- para pedir un tercer bife, pero ese fue solo de 400 gramos. Como era imposible comérnoslo en seco, procedimos en consecuencia. El propietario, argentino, vino a conocernos en persona; no a diario tenía clientes así. Se vio comprometido a mandarnos unos anises por cortesía de la casa.

En la primaria Montessori de Emiliano, su bonita maestra Ximena acostumbraba a formar grupos de cuatro o cinco niños para dejarles trabajos extraescolares que involucraran a ellos y a sus padres. Fue una excelente idea que ayudó a la unión familiar y propició nuevas amistades, no solo entre los niños sino también entre los papás. De esa forma hicimos una avalancha (que en mis tiempos eran meros carritos de baleros), un cohete que debía volar, una lancha con capacidad para un niño, un velero, no recuerdo qué otras cosas y para rematar la primaria, un pastel. Los cinco equipos integrados en el salón hicieron pasteles de la mayor originalidad: un barco, una muñeca, un edificio y otra figura igualmente singular; en cuanto al sabor, mi opinión no cuenta mucho porque no soy muy afecto a los pasteles y solo contados me gustan (de queso, de manzana fresca, de elote). Yo, por mi cuenta, aporté una receta de pastel de dátil y nuez que hacía mi madre: casi no lleva harina de trigo, solo muy poca; la nuez va en pedazos no muy chicos; en igual cantidad el dátil, por supuesto sin hueso, también en pedazos; y huevos con su yema, batidos. Todo revuelto se hornea, se le espolvorea azúcar glass, se corta en cuadros y se sirven en un platón. Es uno de los rarísimos pasteles que me puedo acabar yo solo; es extraordinario. Viene al caso esta tarea escolar, porque nuestro pastel no tenía en absoluto ninguna floritura estética, pero en cambio trataba de agasajar (espero que con éxito) a los paladares. Gustó mucho.

Estoy convencido de que no hay un buen momento para disfrutar; ¡todos son buenos! Para lo que no debe haber ni un solo momento es para dejar de disfrutar.

En los restoranes, en los viajes, en las fiestas, yo no creo en dietas ni colesterol ni hipertensión ni en nada que limite los sabores como deben de ser. Sal, la necesaria para resaltar debidamente el gusto; azúcar, la que ordene la receta; carnitas, deep fried; del pork belly, no dejo nada. En la casa de ustedes comemos muy sano a diario, pero fuera, cero limitaciones al paladar.

Un ejemplo son las chalupitas poblanas, que no deben comerse en restoranes formales, sino en el jardín de San Francisco de la ciudad de Puebla. En aquellos usan aceite vegetal y muy poco, pues les parece de mal gusto la receta original con abundante manteca de cerdo (¡ignorantes!, por eso les quedan secas y muy desabridas). Además, creen que poniéndoles mucho pollo las hacen más “finas”; craso error, pues solo deben llevar unos hilitos de carne deshebrada, y siempre de res.

Algo me recuerda lo supuestamente “orgánico” o “verde”. Obviamente que creo en ello, pero por lo general es más pose o bluff y tal se evidencia en los precios mucho mayores que alcanzan esos productos por encima de sus similares “normales”. Elocuente es el caso del arroz integral: como tiene un paso industrial menos que el arroz pulido o blanco, debería costar menos, pero suele suceder al revés.