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LAS DIETAS DE SILVIA

 

La historia de buena parte de las mexicanas es la historia de sus dietas. Tal fue el caso de mi mamá (quien se acabó resignando a ser gordita) y de mi hermana Yuriria; incluso de adolescente fue internada en un hospital para quitarle diez kilos en dos semanas, mismos que recuperó pronto, pues en las mañanas seguía la dieta de carbohidratos y en las tardes la de proteínas, para hacer más llevadero el esfuerzo.

Mi esposa también batalla a diario con alguna dieta. Como mi gran apetito y su satisfacción sin reservas contrasta con el más que eficiente funcionamiento de mi tiroides (de hecho, soy hipertiroideo), el resultado es que me mantengo razonablemente delgado –si exceptuamos la curva del vientre-, debiendo ser un obeso formidable, de acuerdo a lo que como. Con unos celos terribles, me dice Silvia que lo que yo me como le engorda a ella. En todo caso, yo la ayudo descubriendo y vaciando sus escondites donde guarda chocolates, nueces, pistaches y golosinas en general. Para darle cierto sentido orgánico a sus antojos, también acostumbra tener alegrías, pues ya ven que el amaranto se ha puesto de moda.

No obstante su gusto por comer, a Silvia no le atrae la práctica de las artes culinarias. Dice que no le gusta la cocina, sino el comedor. Sin embargo, cuando se decide hace muy buenas cosas, como una tarta de cebolla con vino blanco y queso gruyere, extraordinaria. Como quiera que sea, para Silvia no es un placer guisar, en tanto que para mí es uno de mis favoritos.

Las jóvenes que sucesivamente nos han ayudado en la cocina durante más de treinta años, no tan pronto se acostumbran a la presencia masculina, cotidiana, en esas labores domésticas. Como suele acontecer en los hogares mexicanos, la señora de la casa dispone a diario la comida, con base en los ingredientes que haya en el refrigerador y alacena. Como yo trabajo en la casa, pegado a la computadora, en mis descansos voy a husmear qué se está preparando para comer y es raro el día en que no hago algún agregado; (son poco frecuentes las modificaciones, pues evito las desavenencias conyugales. Sólo añado algo). Cuando llegan a comer los hijos, saben reconocer muy bien qué dispuso Silvia y qué hice yo. Para las fiestas o reuniones, casi siempre a mi toca preparar la comida. El llevado de Luis Torregrosa decía: “¡Claro! Bueno pa’l metate…” En los restoranes, fondas, mercados o casas a las que nos invitan, llama la atención que soy yo quien indaga acerca de la forma de preparar algún guisado.

Y digo guisado porque soy muy poco dulcero, raras veces como postres o pasteles y asimismo es poco frecuente que los prepare. Nunca he estado seguro si ello se debe a que me alimento de manera tan abundante que no alcanzo a llegar al postre. Pero sí me gustan. Después de una buena comida, tomo un solo bocado del postre de Silvia. (Su mamá, que era de Coahuila, hacía unos maravillosos tamalitos de dedo –llamados así por tener ese tamaño- con nuez, pasitas y piloncillo).

Como “Dios los crea y ellos se juntan”, mis amigos suelen ser grandes aficionados a la mesa (buena, cuando se puede). Hablamos sin cesar de temas gastronómicos y llega a saturarse mi esposa. Dice que soy la única persona capaz de hablar de comida desde mucho antes de comer, durante toda la comida y a lo largo de una prolongada sobremesa. Es cierto.

Mi mujer es una excelente compañera y la única limitante, más bien ocasional, son sus dietas –aunque éstas son frecuentes-; por ello le dediqué mi libro Pasión a fuego lento. Erotismo en la cocina mexicana. Dice acertadamente la dedicatoria: “Para Silvia, mi esposa, fuente de inspiración”. El placer de comer es para compartirse, por ello comer en soledad es una especie de onanismo.

En un hotel de Tokio, bajamos a desayunar, solo que yo entré al restorán japonés y Silvia al “occidental”; ya sé qué pidió, pues siempre pide lo mismo, un clásico desayuno continental: café americano y pan tostado (a escondidas le pone mantequilla y mermelada). Por mi parte, a mí me sirvieron una gran charola laqueada en rojo y negro con 16 subdivisiones o compartimientos; cada uno tenía un diferente platillo, en moderadas porciones, con predominancia de pescados y mariscos, todos fríos. Fueron tan deliciosos como exóticos para mí. Aun no terminaba cuando me alcanzó mi esposa y, ya sentada conmigo, descubrió que había en la mesa un recipiente con forma de azucarera lleno de chamois, esos chabacanos secos y salados que solo de pensar en ellos se hace agua la boca. Para disfrutar bien la comida, suelo comer despacio, y así durante el final de mi desayuno Silvia se acabó los chamois solita.

Pero más memorable fue otro, éste en Barcelona. Igual que en Japón, nos separamos, pues ella solo quería su desayuno continental y en cambio yo no podía perdérmelo en el mercado de la Boquería del Barrio Gótico. Aunque apenas eran las 9 de la mañana, empecé con una rebanada de tortilla de huevo con berenjena y una buena copa de vino tinto; seguí con otra tortilla, ésta con setas; luego un trozo de pescado guisado con papas en jitomate y ya me disponía a escoger algo más, cuando llegó Silvia por mí. Repetí la tortilla de berenjena con más vino y por supuesto que mi esposa no podía dejar de probar ese manjar. Y así, poco a poco, repasamos y ampliamos juntos mi menú inicial, deleitándonos ambos con uno de los almuerzos más sabrosos y sustanciosos de nuestra vida. Salimos de allí muy contentos, cerca del mediodía.