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Julián Vences

 

1986: ENTRA AL BALLET FOLCLÓRICO DE AMALIA HERNÁNDEZ 

2002: LOS ÁNGELES, CAL. FUNDA «GRANDEZA MEXICANA Folk Ballet Company”

 

 

—¿Cuándo y cómo te nace el gusto por el baile?

—Cuentan mis hermanos mayores que una ocasión, cuando yo tendría seis años, plantado delante de la querendona tía Tacha, Anastasia, hermana mayor de mi mamá, le hice unos pasitos. “¿Te gustó?”, le pregunté, con el dedo índice en la boca. “Mi’jito lindo, claro, me encantó, tienes mucha gracia”. Me colmó de apapachos, besuqueos y nalgadas cariñosas. “¿Me das un veinte?”, le solicité. Ella, generosa, depositó en mi mano derecha la moneda; la fabulosa cantidad me alcanzaba para comprar lo que se me antojara: dulces, helado, raspado, paleta. Era la tía alcahueta, buena con todos los sobrinos; nos gustaba visitarla porque nos daba domingo. Esta anécdota de la tía Tacha es, quizá, la primera evidencia que revela parte del encanto que Dios me dio.

Lo segundo que viene a mi mente es que, en la escuela primaria, para bailar, se necesitaba que tus papás tuvieran dinero para comprar el vestuario. Eso nunca me preocupó; siempre puse a doña Epifania, mi mamá, frente a los hechos. “Voy a salir en el bailable, tienes que hablar con la maestra, para que te explique cómo va a ser el vestuario”, le ordenaba. Mis hermanos, en cambio, le decían: “La maestra pregunta que si puedo salir en el bailable”. Yo no pasaba por ese proceso. Yo daba por hecho que saldría en el bailable.

—¿Te invitaban o te invitabas?

—Me invitaba, me les adelantaba. Los profesores preguntaban para saber quiénes podían pagar el vestuario.

—¿Recuerdas tu primer bailable?

—Sí. Iba yo en segundo grado cuando hice mi primer baile ante público; fue la Danza de los machetes, danza que, por cierto, no tenía nada que ver con la Danza de los machetes. Usamos un par de vainas secas de acacia, pintadas de dorado, las chocábamos dizque para que restallaran como machetes, pero tintineaban como sonajas, parecía más una danza indígena de conquista que una fiesta de celebración, que eso es.

—¿Cómo era el vestuario, lo puedes describir?

—Usamos camisa roja bombacha con lentejuelas en el pecho y calzones del mismo color con resorte ceñido en el talón de Aquiles, un penacho atiborrado de plumas y música de mariachi; mi hermana Heri le pegó las lentejuelas. Yo me sentí soñado. Por cierto, a Heri también le gustaba bailar, me entusiasmaba verla bailar; una vez, en la fiesta del 10 de mayo en el lienzo charro, se quemó con el copal que llevaban los sahumerios. En eso de los bailables Heri era mi cómplice, me alcahueteaba con mi mamá. 

—Supe que unos vecinos tuyos enseñaban danza.

—Sí, pero de eso me di cuenta mucho después. Cuando jugaba con mis amigos del vecindario, fui percatándome que la gente, cada que veían a un hombre bailar, hacían comentarios mordaces o prejuiciosos. De esto casi no me gusta hablar, sobre todo porque el recuerdo evoca nombres. Pero tú sabes el tipo de prejuicios que hay en los pueblos; a cualquier masculino que le gusta el baile folclórico le asocian con cosas de género y de sexo, es una de las cosas tremendas con las que siempre lidié dentro de mi cabeza. Desde pequeño me enfrenté al hecho de bailar sin contar con la anuencia de mis padres; entendí desde entonces que, si quería bailar, tendría que hacerlo por mi cuenta o a mi manera.

—Tenías el apoyo de tu mamá, ¿no?

—No.

—Entendí que sí, porque iba a la escuela a recibir instrucciones de cómo sería el vestuario.

—No. Yo creo que mi mamá, por el cariño que le tenía a sus hijos, entendió mi manera de ser y, a esas alturas, ya después de parir y criar diez hijos, creo que ya no le quedaba la fuerza para ponerse resistente tanto y cedía a ciertas cosas. Me tocó la parte blanda de su tiempo. Al principio los padres son muy duros con los primeros hijos y después se van aflojando. De manera que, conmigo, siendo el décimo, ella ya no tenía la energía para imponerse. Creo que fui privilegiado al tener a mis papás no tan fuertes; de lo contrario, yo no hubiera tenido la fortaleza para imponerme en esto del baile.

—¿En la Primaria viviste otras experiencias?

—En tercero, casualmente, me tocó la misma maestra. Sus hijas Neli y Araceli estaban muy apegadas a ella, fungían como sus asistentes, nos enseñaban los bailes.

—¿Recuerdas el nombre de la maestra?

—Angela Rendón. Mis mejores recuerdos de la Primaria están asociados a esa maestra. Vivía en Tlaltizapán.

—¿Ella sentía gusto por el folclor?​

—No. Ella sentía gusto por mí. Yo era de sus alumnos favoritos, hasta me dio un premio de primer lugar en aprovechamiento. Por esta razón puedo decir que mis primeras memorias dancísticas están asociadas con mis logros académicos y están ligadas con la maestra Angelita Rendón.

—¿A qué escuela ibas?

—A la Cuauhtémoc, turno vespertino.

—Me queda claro que el gusto por la música y la danza folclórica te nace a temprana edad.

—Quizá en mí no aplica la teoría esa de que los niños hacen cosas para llamar la atención, porque necesitan atención. Allá por el año de 1973, cuando tenía ocho años, yo sentía un gusto muy fuerte, arraigado en mi interior, por la música y la danza folclórica. Sin embargo, nadie de mi familia estaba familiarizado con todo eso. Yo me sentía bien cada vez que, por las tardes, pasaba por el Centro de Seguridad Social del IMSS y escuchaba la música folclórica que emanaba de los salones. Me llamaba tanto la atención que, por la calle, me estiraba de puntitas para asomarme por las demasiado altas ventanas, para mi estatura, a duras penas lograba poner mis yemas en la orilla de la ventana, haciendo un esfuerzo tremendo para, por unos segundos, colgar de mis dedos, estirar el pescuezo, para cerciorarme de lo que hacían con esa música. Recuerdo muy bien la primera vez que lo hice. Se me quedó muy grabada esa música norteña, Viva Linares de Nuevo León. Aún recreo en mi mente las imágenes de los muchachos tomando a las muchachas de la cintura y ellas poniendo las manos en los hombros de ellos, las parejas moviendo las caderas. Sentía pena verlos porque se me hacía algo sensual, ya eran mayorcitos. Después de mirarlos bailar los observaba acostados en el pasto, retozando, riendo. Los admiraba. “Yo quiero ser así como ellos” recuerdo haber pensado. Quisiera acordarme quiénes eran.

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