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El informe de la Comisión Independiente sobre COVID

Héctor H. Hernández Bringas

Hace un par de días, fueron presentadas las conclusiones de la Comisión Especial Independiente sobre el COVID en México, conformada por científicos y especialistas de primer nivel y reconocido prestigio. Son de felicitar los trabajos de la Comisión Especial, porque su labor estaba haciendo falta: para saldar las cuentas, esclarecer responsabilidades y, sobre todo, como un antecedente de los que no nos puede volver a suceder ante lo inevitable de una nueva pandemia que ocurrirá, la única duda es cuando.

Desde que inició la pandemia, sabíamos que México presentaba condiciones de alta vulnerabilidad:

  • Siendo un fenómeno relacionado con la densidad poblacional, sabíamos que en en el país hay concentraciones urbanas en frágiles condiciones de sanidad, con hacinamiento y carentes de servicios.
  • Sabíamos que millones de personas no podían resguardarse por depender de su trabajo diario, casi siempre de carácter informal (como lo es el 60% de la fuerza de trabajo en el país).
  • Que esas personas se mueven en transportes públicos abarrotados e insalubres.
  • Y sabíamos también que muchos millones de mexicanos, justamente los del sector informal y los de zonas marginadas, no tenían accesos a los servicios de salud y a la seguridad social.

Todo ello, conformaba condiciones que nos obligaban, desde el principio, a encender las alarmas, cosa que no se hizo. Por el contrario, se minimizó criminalmente el problema.

Una vez iniciada la pandemia, el gobierno tenía fuentes de información alternativas que fueron desechadas como evidencia de la gravedad de la situación, y eso también lo reporta la comisión especial: el registro de defunciones de la Secretaría de Salud ya consignaba una inusitada cantidad de muertes por enfermedades respiratorias que no se consideraron. A partir de ello, algunos pudimos señalar que la mortalidad era entre dos o tres veces mayor a la consignada por las autoridades.

Esa fue otra evidencia de alarma que fue ignorada y ocultada.

En México, dadas las condiciones de vida de la población, era esperable una tragedia seguramente inevitable. Pero a ello hay que sumar la indolente y errática política pública.

  • Se adoptó el modelo centinela que solo hacia pruebas al 10% de los que tenían síntomas. Detrás de ello, imperaron los criterios de austeridad o, literalmente hablando en este caso, de austericidio.
  • La campaña “quédate en casa” estaba bien para evitar contagios, pero era muy mal mensaje para quienes, teniendo síntomas, se les exigía el “quédate en casa” y “toma paracetamol”. Por ello, la alta mortandad en los domicilios particulares.
  • Se rechazó y se ironizó el uso de cubrebocas y se transmitieron mensajes equívocos sobre las precauciones que debía guardar la población, y ello se hizo desde la máxima palestra gubernamental: una imagen del “detente” era suficiente; o bien la histórica frase de que la pandemia “cayó como anillo al dedo”.
  • No hubo campañas estructuradas de comunicación social para evitar contagios o para atender los síntomas.
  • Especialmente no hubo -como en casi todos los países- apoyos financieros, fiscales y en materia de diferimiento de pago de servicios públicos, a los trabajadores y a las pequeñas y medianas empresas.
  • Por no hablar del inoportuno desmantelamiento del Seguro Popular.

Por ello México ocupa el cuarto lugar mundial por exceso de muertes, solo detrás de países mucho más pobres como Ecuador, Bolivia y Perú. Por eso en México la mitad de los muertos por la pandemia eran personas jóvenes, a diferencia de Europa donde solo el 10% de los fallecidos lo eran.

La gestión gubernamental de la pandemia, como lo dice el informe de la Comisión Especial, es responsable de 40% de los decesos y esto debe quedar para la historia, sin descartar las implicaciones legales a que haya lugar.