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SONORENSES DE PRIMERA

 

Mi amistad con Baltasar Peral nació en Washington, a donde mi trabajo en Conasupo me llevaba hasta tres veces al mes. Él era el segundo agregado agrícola de nuestra embajada y siempre me hospedaba en su departamento.

En los viajes al extranjero, lo último que se me ocurre buscar es un restorán mexicano, pero como mis visitas a Washington eran tan frecuentes y a veces prolongadas, de repente se antojaba algo mexicano. Sobre todo, al salir de los concursos de importación, que con frecuencia concluían al amanecer. Una ocasión se trataba de una importación de frijol soya que iba a realizar la industria aceitera mexicana, bajo el control de Conasupo; serían las cuatro de la madrugada y estábamos enfrascados con dos de los aceiteros, uno de Mérida y otro de Puebla, pues ninguno cedía en su pretensión de comprar un importante cargamento de 20 mil toneladas ofrecido a buen precio, y no había otra oferta alternativa para poder conciliar sus legítimos intereses; llevábamos más de una hora de forcejeos entre ellos y no se avanzaba; como ambos tenían razón, pero el cargamento no era divisible por razones logísticas –en un caso se desembarcaría por Coatzacoalcos, en tanto que en el otro debería ser por el puerto de Veracruz-, propuse un volado: después de un instante de azoro –tanto de los industriales como de los colaboradores de Conasupo y de la embajada-, los interesados aceptaron mi propuesta. Para evitar malentendidos, alguien sacó una moneda mexicana y al grito de águila o sol, se jugó uno de los volados más cuantiosos que se puedan presenciar; por supuesto que el sofisticado método de selección no lo hice constar en el acta de la licitación. Al regresar a México, informé de inmediato al director acerca de mi proceder, para evitar maledicencias.

Al salir en la mañana de esos maratónicos concursos que solían durar toda la noche, se antojaba algo picosito y al efecto nos íbamos algunos amigos a desayunar al restorán mexicano “Enriqueta’s”, donde hacían unas enchiladas verdes excelentes. Es curioso que el propietario era salvadoreño.

La amistad entre Baltasar y yo ha continuado muchas décadas y nuestros viajes virginianos devinieron sonorenses, en la tierra de mi amigo. Su tradicional hospitalidad de Washington ahora la disfruto en su casa de Ciudad Obregón, donde su esposa María y él no me permiten llegar a un hotel. Uno de estos viajes fue el descenso del río Yaqui en lanchas de hule, con unos diez amigos paisanos suyos, desde la presa de El Novillo, al oriente de Hermosillo, hasta la presa del Oviáchic, cercana a Ciudad Obregón, es decir, unos 100 kilómetros de recorrido. Lo más impresionante fue la organización, pues las tres noches de campamento fueron en lugares donde el río era cruzado por puentes de caminos más bien secundarios, donde nos esperaba una pick up cargada de cervezas heladas en cantidad increíble –pues era verano-, finísimos cortes de carne a pasto, asador con carbón ya encendido, ensaladas y aderezos, licores fuertes y todo lo que se pueda imaginar (incluidas las casas de campaña).

Otro viaje fue para navegar la presa del Oviáchic, en lancha rápida, y pescar lobinas; en esto último no tuvimos éxito. A lo lejos se veía en el agua una especie de hervideros, como de dos metros de diámetro, que eran concentraciones de carpas de Israel, peces de menor calidad que las lobinas, pero no habíamos pescado nada; al acercarse la lancha se disolvía el conjunto. Como sea, le pedí a Gustavo Ludders que me la dejara conducir, para tratar de pescar con un método poco deportivo que nunca había experimentado, aprovechando la velocidad de la embarcación y su afilada propela. Todos se burlaron de mí, coincidiendo en lo ridículo de mi idea, pues las carpas, aseguraban, se sumirían en cuanto sintieran cerca la lancha; ya lo habíamos visto. De cualquier manera, aceleré a fondo y cuando vi uno de esos hervideros me dirigí hacia él sin bajar la velocidad; pasamos a toda marcha por donde habían estado los peces y luego viré de regreso a ese lugar, sorprendiéndonos al recoger varios kilos de grandes carpas, cortadas en dos o tres trozos cada una.

Mis placeres gastronómicos en Sonora empiezan desde que salgo del aeropuerto, sea en Hermosillo o en Obregón. Tacos de cabeza de res en tortilla de maíz o de trigo, caguamanta en estofado (con aleta y sangre, empezando por supuesto con el caldo), callo de hacha verdadero (no garra de león ni menos aun callo de almeja), coyotas (unas gruesas tortillas de trigo rellenas de piloncillo, deliciosas con frijoles refritos) y muchas otras ricuras.

Doña Calita y don Juan Robinson Bours, suegros de Baltasar, me distinguían con su amistad. Siempre que iba a Ciudad Obregón tenía el gusto de ser invitado a comer en su casa. En una de esas ocasiones, don Juan me llamó aparte para mostrarme su nueva adquisición: una cava de madera, todo un cuarto en forma, que había hecho instalar en un sótano excavado a propósito, debajo de la sala de su casa. Bajamos a visitarlo y me abotoné la parte superior de la camisa, pues tiene humedad y temperatura controladas. Durante el repaso que dimos a las envidiables existencias allí depositadas, me admiré y felicité a mi anfitrión cuando descubrí todo un estante de varios entrepaños con botellas de Vega Sicilia de diversas cosechas. Concluida la visita, antes de salir, don Juan tomó una de estas botellas y me la regaló; yo me resistí, advirtiendo: “No le vuelvo a chulear un vino, don Juan”, pero él, sencillo y amable como era, me dijo bromista: “Tómala, mis paisanos ni entienden de esto, tu sí la vas a disfrutar”. Aunque su argumento obedecía más a su gentileza que a la exactitud, no me hice más del rogar. Nunca me arrepentí y menos aun cuando me bebí, con Silvia, tinto tan privilegiado.