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La última cantina de Cuernavaca
Jorge, el “Biólogo”, Hernández*

Ante la falta de un amigo morelense propenso a la vagancia como yo, no tuve más remedio que hacerle plática a un taxista – asunto que por salud mental de ambos suelo evitar- con el fin de saber de la existencia de una cantina. El conductor me dio una dirección que registré por el nombre fácil de recordar. Al día siguiente, incrédulo para corroborar su dicho, abordé otro taxi y el nuevo chofer me confirmó el lugar y además me dijo el nombre de la cantina de la que, en algún tiempo, él había sido cliente.


Así llegué al El Danubio. Al sólo ver la entrada supe que había llegado a una cantina, sus puertas cantineras abatibles de madera me lo avisaron, y también por su color verde desteñido por el tiempo, supe que estaba por entrar a un lugar con historia.


Antes de sentarme en una de sus catorce mesas, observé que El Danubio tenía, afortunadamente una de las características fundamental de una cantina de verdad, una barra con estribo. Al sentirme en mi hábitat pedí, con toda confianza mi primera chela, al tiempo que seis imágenes se me fueron presentando como una escenografía que daban cuenta de una larga tradición.


En un extremo de esa barra, miro con admiración, como testigo de su pasado una antigua caja registradora que hoy es solo una antigüedad decorativa. Por encina de ella cuelga una pizarra negra donde están montadas piezas de plástico con las letras y los números que anuncian las bebidas y sus precios a la vista de todos. Me imagino que esa manera de mostrar lo que se ofrece evita sabiamente cualquier reclamo o mal entendido sobre la cuenta. Frente a mi lugar observo la tercera imagen, sobre una repisa en lo más alto del lugar están colocadas como trofeos cinco antiguas y emplomadas botellas de Ron Huasteco Potosí, una más -que no había visto desde mi juventud-de Bacardí añejo en una botella negra. Y algunas más cuyas etiquetas ya no se pueden leer, arrugadas y borradas por los años.


La otra imagen que llamó profundamente mi atención fue una fotografía de este venturoso establecimiento que fue tomada en 1929, hace casi cien años y que está colgada sin mayor protagonismo en una de sus paredes.


Al tiempo de que me sirvió mi segunda cerveza, pude obtener, no sin cierto esfuerzo, algunas palabras de Toño el cantinero y mesero que me atiende, en ese momento tomé nota de otra de las características que debe tener una cantina que se precie en serlo: un mesero discreto y silencioso.

Supe de sus pocas palabras que El Danubio tuvo otros nombres en su pasado, La Victoria y tiempo después, La Sorpresa. Además ante una pregunta ingenua de mi parte, me dio una respuesta muy valiosa para los hombres cuya noche anterior cobra sus efectos, este lugar abre sus puertas, desde su fundación, a las 10.30 de la mañana, de tal manera que para muchos de ellos, en algún momento de urgencia, además de cantina es una tabla de salvación, cumpliendo así para esos parroquianos el alivio que el Poeta Ali Chumacero pregonaba: “hombre crudo, animal sagrado”.


Mí amigo Perogrullo dice que no hay cantina sin botana. Hoy un jueves de abril, Jerónima la cocinera preparó caldo de camarón, tostadas de guacamole o de pata y, como plato principal mojarras fritas.

Otros dos detalles singulares más me parecieron fantásticos en esta visita. Uno de ellos es que el baño tiene su piso cubierto por una tarima de madera, que seguramente, tiene la finalidad de evitar resbalones de los clientes, producidos, o no, por los efectos de lo bebido. El otro lo descubrí al partir.

Después de pagar en cash mis copas a la señora Silvia- porque que en efectivo es la única manera que se permite cubrir la cuenta- al despedirme y encaminarme hacías las verdes puertas abatibles, aprecio que en el suelo estaban pintadas, una flecha y un letrero, en la de mi izquierda decía ENTRADA, y en la otra que usé, con la señalización en sentido contrario en la que se lee, SALIDA.
Al cruzarla no pude dejar de imaginar que esas indicaciones tienen la intención de evitar que en el lugar se repitieran las engorrosas y cómicas escenas protagonizadas tantas veces por el Gordo y el Flaco, o por Cantinflas en su película El Gran Hotel, al equivocarse de puerta, tropezar y chocar con quienes si la usan sin equivocarse.


Con una sonrisa por esos chispazos cinematográficos, y mi nostalgia acuestas por las recuerdos de otras de las viejas cantinas desaparecidas que conocí, salí a la Cuchilla del Hule, como se le llamó en el pasado a esa bifurcación, y que ahora hace esquina con Matamoros y Leandro Valle, para despedirme, pasado el mediodía, de la última cantina de Cuernavaca.


Estimados lectores, si me equivoco, y existen otras, ¡avisen!


*Bailarín tropical, apasionado de viajes, bares y cantinas que desea que estas Vagancias semanales sean una bocanada de oxígeno, un remanso divertido de la cotidianidad.