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Corrían en Chile los tiempos de la llamada Ley Maldita (en resumidas cuentas: declarar en la ilegalidad a los partidos de izquierda, empezando por el Partido Comunista), impulsada por el gobierno de Gabriel González Videla (quien llegó al poder gracias a una alianza con los mismos comunistas), y aprobada por el Congreso Nacional.

En tales circunstancias, con el movimiento obrero en una curva de ascenso importante, pero castigado por la represión, ¿qué hace el PC? ¿Se va al cerro a echar balas? ¿Incendia el Congreso? Nada de eso: se consagra con urgencia a editar un libro, ¿El Capital? No, un libro de poemas, ni más ni menos. Para los lectores actuales esto quizá constituya, a lo mucho, un suceso anecdótico más en la chismosa historia de la literatura; sin embargo, fue de esas tareas colectivas en las que se pone en juego el pellejo.

Primera cuestión: el tamaño. La circulación clandestina de un libro haría pensar en un volumen no muy llamativo, de formato pequeño o al menos cauto, que pase de bolsillo en bolsillo raudamente. El formato de esta edición clandestina, en cambio, llevaba letras rojas y medía 27 centímetros de largo por 19 centímetros de ancho, vale decir, era sólo un poco más reducido que una hoja tamaño carta… Y tenía 468 páginas.

Segundo: la tipografía. El Partido Comunista chileno de la época, formado en buena parte por linotipistas, recurrió a matrices abandonadas y a dos tipos de papel (264 y “pluma”) difíciles de rastrear. Cada etapa del trabajo —linotipia, compaginación e impresión— se realizó en un lugar diferente, con los riesgos del traslado pero con una maquinaria disciplinada trabajando para —repito— publicar un libro de poemas.

Tercero: el tiraje. Fue de cinco mil ejemplares, lo cual ubicaría en la sub-clandestinidad a todas las editoriales independientes que hoy, en estos momentos, imprimen sus libros con fondos del Estado en tiradas de mil, quinientos, cien o diez ejemplares.

Cuarto: la encuadernación. Fue tarea de un solo hombre encerrado en un taller, en el período de dos meses: imposible no imaginarlo ahí, sin poner un pie en la calle, cosiendo sin pausas esos cinco mil ejemplares de una obra llamada Canto general.

Última: la distribución. Fue un simulacro: se hicieron suscripciones diciendo que el libro en cualquier momento “llegaría desde México” (no podía faltar la palabra México en un simulacro), y como ocurrió con el Ulises de Joyce —otro proscrito— las suscripciones sirvieron para financiar el tiraje.

Neruda ya estaba en París, en un acto de homenaje a Picasso, cuando le llegó la flamante edición clandestina de su libro (el posesivo al cual se aferran los malditos escritores, ¿no es una broma, teniendo en cuenta estos datos?); frente a todos, en un gesto de camaradería, se lo regaló al famoso pintor y sacó lágrimas y aplausos, pero al terminar el acto, en un gesto chileno, se lo quitó: era el único ejemplar.

Todas estas cosas, y muchas más, las relata quien tuvo a su cargo la épica tarea de coordinar la edición, don Américo Zorrilla, en una crónica del libro Los tenaces, de José Miguel Varas.

¿Esperaban los comunistas alborotar el gallinero mediante la voz del poeta nacional retumbando en un libro clavado en mitad del siglo y que hundía los pies en el fango de América? No olvidar: veinticinco años antes, con 20 poemas de amor y una canción desesperada, Neruda se había convertido en algo así como un best-seller; en los años 50 ya era una voz política reconocida y, tras pasar a la clandestinidad, atravesando en burro la cordillera, alcanzó el mito. Aun así, la pregunta queda; y queda, sobre todo, ese tipo solo, encerrado, cosiendo aquel libro clave para una generación cuyo aprendizaje político no excluía (sino, todo lo contrario) a la poesía. Vaya tiempos, cuando al Partido, como decía el poeta Jorge Teillier, “sólo entraban los héroes”.

Sabes qué es la Linotipia? Uno de los oficios perdidos de las artes  gráficas – Graficatessen

Máquina de linotipia / imagen cortesía del autor.