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El amor lento

 

“Me gusta el amor como si fuera un trámite de gobierno: lento, muy lento y sin prisas.” Esa fue una de las frases innecesarias que publiqué esta semana en mi cuenta de Instagram, motivada por una conversación que había escuchado en un podcast donde uno de los invitados hablaba sobre las maravillas de la Thermomix, ese robot de cocina que es sartén, batidora, vaporera, molinillo, rallador, exprimidor y no sé cuántas cosas más. Por la irrisoria cantidad de 1700 dólares, puede cocinar hasta tres comidas al mismo tiempo y hasta se limpia sola con solo pulsar un botón.

“Por ese precio, debería proporcionar también orgasmos”, pensé mientras escuchaba escéptica al entrevistado. Y es que, con los años, he empezado a valorar las cosas que requieren dedicación y esfuerzo.

Cuando llevaba aproximadamente 5 meses de novia con el que hoy es dueño de mis quincenas, una tarde de domingo, sentados en el sofá de mi casa, hablando sobre deportistas de élite, le conté que yo era cinta negra en Tae Kwon Do y que había sido parte de la selección nacional de México.

Mi entonces novio, se rio. Yo, sin entender muy bien de qué se reía, lo miré sin inmutarme, con cara de póker. Entonces, cuando él vio que hablaba en serio, se levantó del sofá y me dijo:

—Es broma, ¿verdad?

Y yo le dije que no, que era absolutamente cierto.

—Llama a mi hermano y pregúntaselo, él también fue seleccionado nacional por muchos años.

—¿Me estás diciendo que tú y tu hermano fueron seleccionados nacionales de tu país? —preguntó.

—Sí, eso dije —contesté, un tanto ofendida porque no me creía. Entonces me dijo:

—¿Y no crees que esa información es algo que deberías haberme contado el día que nos conocimos, o quizá en estos cinco meses de relación?

Me reí ahora yo y le dije que no lo había considerado relevante, y que nunca había salido el tema. Se volvió a sentar, un poco desconcertado, y entonces preguntó:

—¿Hay algo más que me quieras contar que no sepa?

Me quedé pensativa. Claro que había muchas cosas más. Podía haberle dicho que quiero y respeto profundamente a mis tres entrenadores de infancia, Fili, Fer y Juan, quienes no solo me enseñaron todo lo que sé de Taekwondo, sino también a nunca rendirme. Pude haberle contado que vivir un año en el Comité Olímpico Mexicano fue la mejor escuela de vida, donde aprendí no solo la fortaleza de mi cuerpo, sino también la de mi espíritu. Pude haberle explicado que no hay nada que me haga sentir más viva que la adrenalina recorriéndome el cuerpo antes de entrar a una pelea, ese momento en que todo puede ser posible. Podía confesarle que, aunque soy de mecha corta, las injusticias y el sufrimiento ajeno me oprimen el pecho y me hacen llorar, que odio la Navidad y me pone muy nerviosa abrir regalos porque temo no saber fingir si no me gustan. También pensé en decirle que nunca se atreviera a pellizcarme las lonjas, porque entonces entendería por qué fui seleccionada nacional de mi país. Pero guardé silencio mientras lo miraba a los ojos. No tenía prisa; todas esas cosas las iría descubriendo poco a poco si se quedaba en mi vida el tiempo suficiente.

Y entonces, con una sonrisa forzada, le dije que no, que en ese momento no se me ocurría nada más relevante que contarle.

La verdad es que, hasta que lo conocí, tuve muchas citas fallidas cortesía de Match.com, una aplicación donde puedes buscar pareja a la velocidad de la Thermomix. Fue en esas citas, mientras me esforzaba por impresionar a personas que buscaban a la pareja perfecta, igual que yo, con un clic en el teléfono, cuando aprendí a no tener prisa por desvelar quién soy. Aprendí a no vomitar la historia de mi vida a las primeras de cambio, a no mostrar mis todas “mis cartas” de inmediato, ni a contarle a desconocidos mis memorias más preciadas, esas que atesoro en el corazón y que me han hecho ser la mujer, la hija, la hermana, la amiga, la loca trastornada que soy hoy.

Estamos en la era de la Thermomix, donde queremos todo rápido y fácil. Para conquistar, ponemos filtros en nuestras fotos, publicamos viajes de ensueño y mostramos vidas perfectas en redes sociales, tratando de impresionar. Intentamos construir relaciones con “ingredientes” sucedáneos, superficiales, esperando que de ahí surja una relacion autentica. Y cuando las cosas no funcionan, en lugar de ir a limpiar nuestro desmadre emocional en terapia, pretendemos que todo se cure solo, como la Thermomix que se autolimpia después de cocinar casi de forma mágica.

Pero el amor, las relaciones, la vida en general no pueden ir por un camino rápido y fácil como muchas veces esperamos. Lo verdaderamente valioso en la vida es como preparar un auténtico mole tradicional: a mano, con paciencia y dedicación. No hay nada que se compare a la conexión profunda que surge al moler cada ingrediente en el metate, cocinarlos en una cazuela de barro sobre leña, a fuego lento, y añadir cada uno de los más de 20 ingredientes, uno a uno, en su momento justo. Eso transforma el mole en algo más que una simple salsa; lo convierte en ese manjar que fue usado por nuestros antepasados, para ofrendar a los dioses y conectar con lo divino.

Sí, me gusta el amor lento, sin prisas, porque cuando la persona es la indicada, se quedará el tiempo suficiente para descubrir y desnudar no solo tu cuerpo, sino tu esencia. Lo que vale la pena en la vida es mejor cocinarlo a fuego muy lento, como un buen mole.

Imagen. Cortesía de la autora