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Por una agricultura regenerativa: envenenando los suelos

(Tercera de 4)

 

Desde una mirada crítica, la historia de la agricultura es la de un pillaje que se ha vuelto contra nosotros mismos.

Según la historia, la agricultura nació en los bien abonados campos bañados por los ríos Tigris y Eufrates, los cuales regalaban granos comestibles a quienes por ahí pasaban. Hasta que un grupo de humanos decidió ya no moverse y declaró “suyas” esas tierras, deviniendo sedentarios y “propietarios”. Todos los otros humanos —u otras especies— que antes pasaban por ahí quedaron excluidos. Esta apropiación ocurrió no sólo en Sumer, también lo hizo en China, África y Mesoamérica. Los a partir de entonces “dueños” de esas tierras, con el paso de los siglos y gracias a su inteligencia, fueron mejorando los granos mediante la resiembra de los mejores. Y eso hizo a sus pueblos fuertes y dominantes y pudieron defender con eficacia “su” territorio, es decir, el que se habían apropiado —o dicho en términos más claros: agandallado.

Con el paso de los siglos, los humanos se dieron cuenta que, con la mejora de los granos, los cultivos se hacían más apetecibles no sólo para ellos sino para la “fauna nociva” (insectos, gusanos, hongos) y comenzaron a diseñar los primeros insecticidas, nematocidas y fungicidas. También se dieron cuenta de que otras especies vegetales se interesaban por el apetecible suelo y que, para mejorar la productividad, era menester deshacerse de las plantas competidoras. Primero lo hicieron “a mano” pero eso era mucho trabajo y por ello diseñaron herbicidas, cada vez más eficaces, hasta que llegó el “matatodo” absoluto, el Glifosato, una sustancia capaz de acabar con toda la vida y donde, después de su aplicación, sólo pueden prosperar las especies “de diseño”: los organismos genéticamente modificados.

La agricultura nació competitiva y tal actitud no es la que permite la vinculación sustentable con la tierra. La consciencia planetaria exige a la humanidad que se desplace la actitud competitiva por la cooperativa.

La humanidad tardó siglos en darse cuenta de que la agricultura competitiva, la de los agroquímicos, es un error. La “revolución verde” iniciada en los años 60 del siglo pasado por Norman Bourlag, sólo ha, ocasionado la pérdida de la microfauna y microflora de los suelos, acabando con los insectos –tanto dañinos como benéficos— así como con todas las cadenas tróficas que dependían de ellos –aves, anfibios, reptiles y demás. Lanzar veneno en nuestra casa, a nuestra “nave espacial tierra” no es una buena idea, pues tarde o temprano vuelve a nosotros. Los únicos verdaderamente beneficiados por ello son los productores de agroquímicos.

Al respecto, no sobra recordar lo que, en 1991, escribió el Dr. David Pimentel, de la Universidad de Cornell:

En promedio, las pérdidas que infringen los insectos a las cosechas han sido prácticamente multiplicadas por dos, pasando de 7% a 13% desde los años cuarenta, y ello a pesar de una multiplicación por diez de las cantidades de insecticida utilizados. Una vez que comenzamos a utilizarlos, es casi imposible renunciar a ellos, cualesquiera que sean los costos y los perjuicios, pues el suelo queda destruido, los parásitos se hacen más temibles, etc.

Con el paso de los años, la situación sólo empeoró. Tal y como escribe la Dra. Janine Benyus:

Desde 1945, el consumo de plaguicidas ha aumentado en un 3,300%, pero las pérdidas generales causadas por las plagas no han disminuido. De hecho, a pesar de que Estados Unidos consume cada año un millón de toneladas de plaguicidas, las pérdidas agrícolas han aumentado un 20%. Mientras tanto, más de quinientas plagas se han hecho inmunes a nuestros plaguicidas más poderosos.[1]

Asimismo, recordemos que el Glifosato, el principio activo del herbicida Round Up de Monsanto/Bayer— está asociado al proceso de desorientación de las abejas y otros polinizadores, lo cual ha conducido al fenómeno del colapso de las colmenas y, tal y como informó el 1 de noviembre del 2017 la Sociedad entomológica alemana, en apenas 30 años perdimos el 75% de los insectos del mundo

(Continuará).

En un recuadro gris al final

Ofrecemos una disculpa a Luis Tamayo, ya que este artículo debió publicarse ayer, lunes 20 de mayo

  1. Benyus, J. (2012). Biomímesis. Barcelona: Tusquets, p. 35.