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LA FANTASÍA COLECTIVA DE LOS COMICIOS

 

El próximo domingo 2 de junio, en un porcentaje aún por conocer, los mexicanos adultos ejerceremos nuestro derecho a votar, ritual emblemático de la llamada “democracia representativa”. Los comicios son una práctica recurrente y calendarizada en donde cada persona, si lo decide, elige a quienes desea que la represente en las funciones ejecutivas y legislativas de los tres órdenes de gobierno en que está organizada nuestra República. Es una jornada en la que experimentamos en algún grado la agradable sensación de tener y ejercer el “poder” sobre algo, al margen del grado de escolaridad, clase social, preferencia sexual, religión, y tantas otras cosas que nos clasifican y dividen.

Este ritual inició en nuestro país hace 200 años, en el mes de agosto del año de 1824, y ha tenido continuidad, con excepción de algunos años en que se ha suspendido por violencia social. A pesar de esta continuidad, nuestra democracia representativa es aún muy inmadura. A lo largo de dos siglos de la existencia de los comicios, es posible documentar la lenta y limitada evolución que han tenido en todos los elementos que concurren en el proceso: partidos políticos, elección interna de candidatos, modalidades de campañas, organización de la logística de votación, tratamiento de quejas, financiamiento, mecanismos de validación de resultados, y más. Simplemente recordemos que la primera vez que se permitió que las mujeres pudieran votar y ser votadas fue en las elecciones celebradas el 3 de julio de 1955, 131 años después de las primeras elecciones federales.

Continuaron décadas de prácticas inerciales y corruptas instrumentadas por el hegemónico Partido Revolucionario Institucional (PRI), con su consabido “carro completo”, todo ello con el apoyo y control del presidente de la República en turno. Ante la obvia y burda simulación de la democracia en México, finalmente se decidió empezar a hacer cambios legales y organizativos en materia de elecciones. Destacan los de 1994, en el que se acordó la inclusión de seis consejeros ciudadanos, en el entonces recién creado Instituto Federal Electoral (IFE/1990); los de 1996 en el que se reforzó la autonomía e independencia del IFE, desligando su operación del Poder Ejecutivo Federal; y finalmente los del año 2014, en el que el IFE se transformó en el Instituto Nacional Electoral (INE), una nueva autoridad de carácter nacional, con el mandato de homologar los criterios de organización de los procesos electorales nacionales y locales, para garantizar la calidad de los procesos. Estos cambios han sido lentos y dosificados por parte de los legisladores, regateándole a los ciudadanos el derecho de tener de manera pronta y contundente normas claras, sencillas, confiables y verificables, para ser conocidas y cumplidas por todos.

El hecho es que, a pesar de todos los cambios, sigue sin resolverse a cabalidad la confianza ciudadana en los procedimientos electorales y en los actores involucrados en asegurar su cumplimento. Sobresalen las inconformidades sobre la abusiva injerencia de los partidos políticos en el “órgano ciudadano”; así como el excesivo costo directo que implica mantener ese organismo de manera permanente, sumado al injustificado volumen de recursos fiscales que se otorgan a los partidos políticos.

Los cambios normativos que se han hecho han sido básicamente para hacer más confiables los procedimientos de elección de gobernantes, y no para abonar al cumplimiento de lo mandatado en el artículo tercero de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos que entiende a la democracia como una forma de vida.

La mayor prueba de la pobreza de nuestra democracia representativa es quizá el frecuente reclamo ciudadano de que no se “politicen” muchos aspectos de interés público, queriendo decir con ello que no se “partidicen”; sin embargo, son los partidos el camino para construir la “democracia”. Esta esquizofrenia tiene que resolverse de raíz.

El punto es que en México existe un INE, que unos dicen que “no se toca”, y otros decimos que debe transformase a fondo. Esa institución está organizando el periódico ritual electoral, sin garantizar en lo más mínimo la calidad moral y técnica de los candidatos propuestos por los partidos políticos. Se están derrochando miles de millones de pesos para cuidar los procedimientos de elección de candidatos, que ni conocemos, ni nos conocen, y que, si ganan, no están obligados con nosotros los ciudadanos electores a nada.

En efecto, en unos días más, los ciudadanos que vamos a votar refrendaremos el ominoso papel de emitir un voto, equivalente a firmar un cheque en blanco a un desconocido, en favor de personas y partidos políticos que no nos aseguran que sucederá lo que nos dicen que harán, si los favorecemos con nuestro voto. Validaremos en los hechos las vergonzosas e irrespetuosas campañas políticas, cuyo objeto ha sido mayormente denigrar al oponente y defenderse de sus ataques, y no en presentar respetuosamente al potencial votante, la forma detallada en que se habrá de “cumplir la Constitución y las leyes que de ella emanan”. Por desgracia, tomando en cuenta el clima político creado por algunos sectores de la sociedad en nuestro país, en estas elecciones muchos votarán con la “tripa”, y no con la razón. Por falta de diálogo social, cada quien irá a las urnas teniendo en su cabeza su propia fantasía de lo que conviene a su propio bienestar, y ojalá también, al de México.

El próximo tres de junio se iniciará un nuevo ciclo de ilusión/desencanto cívico, porque no hemos creado las condiciones para entender lo que significaría vivir en una “democracia real”, construida y defendida por todos, con normas, instituciones y forma de organización en mucho distintas a las existentes.

*Interesado en temas de construcción de ciudadanía.