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Casi siempre ganaban, saqueaban, pisoteaban, pero aquel mediodía de verano, cuando sólo un par de horas antes del partido contra Argentina se les antojó hacer de las suyas en la colonia Santa Úrsula del Distrito Federal, los Hooligans supieron del poder del barrio. Por lo demás, la del 22 de junio de 1986 fue una jornada de pesadilla, en todo ámbito, para Inglaterra: mientras Maradona les convertía los dos goles más famosos de la historia y de paso los eliminaba del mundial, a pocas cuadras del Estadio Azteca cientos de cabezas rapadas añoraban con volver al regazo de la Dama de Hierro.

¿Dónde se habían ido a meter? Una idea desafortunada, como suele suceder cuando se ignoran por completo las arenas movedizas en territorio extranjero. Cuenta la leyenda ⎯a la cual no le importa equivocarse⎯ que los Hooligans, acostumbrados a no pagar las cervezas, pretendieron saciar su sed arrasando con la primera vinatería que encontraron a su paso por los alrededores del Azteca, una maniobra de rutina, casi un trámite, pero para su desgracia esta vez se toparon con el carácter tosco propio de un chaparrito y en apariencia inofensivo anciano encargado de la vinatería en cuestión, ejercitado, además, en el noble arte de sortear embestidas de borrachos.

Así las cosas, al verse amenazado por la turba de güeros descamisados, al viejito, a quien (por comodidad y algo más) llamaremos El Changoleón, sólo le bastó un potente chiflido para congregar a sus siete hijos, a quienes, a su vez, sólo les bastó otro potente chiflido para congregar a sus propios hijos, es decir, a los nietos del Changoleón, a quienes, a su vez… Y así, como pocas veces en su historia, los ingleses se vieron en completa desventaja numérica y emocional para peormente en el país de los canijos, sin poder echar mano de la Armada Invencible ni de los Sea Harrier que, apenas cuatro años antes, ganaran por goleada en las Malvinas.

Entretanto, cerquita de ahí, el Diez se fabricaba una pared y brincaba junto al veterano Peter Shilton para anotar con la mano izquierda el primero de Argentina. Todavía los ingleses llevan la incredulidad estampada en el rostro: un zurdo prepotente de 1 metro y 62 centímetros de estatura (little bastard, lo llamó después el humillado defensor Terry Butcher) les enseñaba algo que, al menos desde 1966, bien sabían: los goles tramposos son goles igual.

A esas alturas del partido los barra-brava argentinos se adiestraban en unas pocas escaramuzas insignificantes, seguros de que la gran batalla vendría después; pero, extrañados, ya se empezaban a preguntar che dónde carajos se habían metido los Hooligans, y al no hallar respuesta se mentían a sí mismos: los cagones se rajaron, somos lo más grande. Pero, sin saberlo, tenían razón: la santa madriza que en ese mismo instante Changoleón y compañía les propinada a los Hooligans a pocos metros del estadio, pondría a los ingleses de rodillas clamando por piedad y, de ser posible, por un avión directo a Liverpool.

Mientras, en la cancha del Coloso de Santa Úrsula corría el minuto 10 del segundo tiempo; Argentina ganaba 1-0 e Inglaterra intentaba despertar de la pesadilla bajo el abrasador calor de junio. Tenía buenos jugadores, entre ellos al goleador del mundial. Pero por enésima vez Diego Armando Maradona recibía la pelota en campo propio, asediado por dos adversarios; primero amaga una gambeta hacia dentro pero luego gira, da un saltito, se los saca de encima y se dispone a iniciar una enloquecida carrera a 52 metros del arco contrario con la pelota pegada a la zurda. Ahora, si cuento lo que ocurrió después, no me lo creerían.

Vista aérea del Estadio Azteca - Compañía Mexicana Aerofoto — Google Arts &  Culture

Imagen: vista aérea del Estadio Azteca, 1966. Compañía Mexicana Aerofoto / Cortesía del autor