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“Más implacable en sus rencores personales que en sus odios políticos” ‒1885‒, escribió el sabio tixtleco Ignacio Manuel Altamirano Basilio sobre Benito Pablo Juárez García. Así describió una faceta poco abordada por los múltiples biógrafos del oaxaqueño que, faltos de una interpretación crítica, han contribuido a la construcción de la fe juarista inaugurada, paradójicamente, por su coterráneo y adversario: José de la Cruz Porfirio Díaz Mori.

Juárez juró una Constitución que violó constante y flagrantemente para hacer su voluntad; Juárez obtuvo del Congreso poderes omnímodos para hacer su voluntad. Por ejemplo, para restar poder al Estado de México ‒que geográfica y políticamente le representaba un enorme contrapeso‒, cercenó su territorio para crear dos nuevas entidades federativas en un lapso de tres meses: Hidalgo, el 15 de enero, y Morelos, el 20 de abril, ambos en 1869.

“Aunque D. Benito Juárez tenía notoria capacidad y no carecía de instrucción, ni su erudición, ni su inteligencia eran de primer orden” ‒1885‒, afirmó el abogado José María Iglesias Inzáurraga, quien fungiera como ministro de Gobernación durante parte del gobierno de casi tres lustros que encabezó Juárez ‒la mitad de tiempo del gobierno de Díaz‒. Sólo su muerte ‒consecuencia de pésimos hábitos alimenticios‒ detuvo su ambición de poder.

Juan Ignacio Paulino Ramírez Calzada, el sabio guanajuatense, sentenció: “Juárez, el más despreciable de nuestros personajes […]. A Juárez se deben 14 años en que ha llovido sangre. Creíamos tener un Moctezuma: tenemos más: un Huichilobos. Vosotros, sus admiradores, no le tributéis periódicos; llevadle cráneos”. Con esta crudelísima crítica, “El Nigromante” retrababa con elocuencia la vocación belicista del rencoroso presidente de la República.

Desde los templos masónicos, desde las escuelas del país, desde las plazas públicas, desde los congresos estatales y federal, desde Palacio Nacional, a Juárez se le venera con fanatismo. La ignorancia lleva, a la mayoría de quienes lo citan, a encumbrarlo como el excelso paladín de la justicia, como el férreo observante de la legalidad, como el inmarcesible defensor de la verdad. Sin embargo, la perversa naturaleza del personaje se diluye en los altares patrios.

Andrés Manuel López Obrador, tabasqueño y confeso juarista, intenta imitar a su admirado personaje: si no hay contrapesos, en septiembre ‒último mes de su mandato‒ será un efímero presidente omnímodo, con la aprobación de los decretos y las reformas que sus profundos y añejos rencores le han dictado. Pareciera que López olvida o ignora que hay una presidente ‒sí, la “presidente” ‒ electa. “Tengan para que aprendan”, dice el aspirante a estadista.

Imagen: Benito Juárez García (fragmento); Ciudad de México;

ca. 1860. Archivo Secretaría de Hacienda y Crédito Público. INEHRM.