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De las travesuras que nos juegan los homónimos

Jorge “El Biólogo” Hernández*

Esta historia que un buen escritor podía volver ficción me ocurrió con los nombres de dos personas que son expertos en oficios muy importantes para la calidad de vida que uno desea. Estará usted de acuerdo que un buen plomero y un odontólogo, sobre todo en momentos de urgencia, son realmente vitales.

La primera parte de este relato comenzó el día que se había organizado una comida de despedida para mi amigo Fabrice Salamanca, quien se iba a trabajar y vivir con su familia a París. Los invitados ya habían confirmado su asistencia, los tacos del Villamelón y los frijoles charros ya estaban encargados, y la vasta cava de esa casa, ya estaba preparada para satisfacer los gustos sofisticados de los comensales. Gerardo, el mesero que ha atendido en nuestra casa, por muchos años, incontables reventones, estaba citado para llegar al mediodía.

Con el gusto que a Laura y a mí nos da siempre organizar las fiestas en la casa de la Palmera de la colonia Portales, nos levantamos felices y dispuestos a dedicarnos de lleno al ritual de los preparativos, en lo que somos ya unos maestros. Sin embargo, al momento de abrir la llave del agua para lavarnos los dientes empezó la pesadilla. ¡Oh, carajo! Ni una gota salió por esa llave. ¡No hay agua!, gritó Laura.

Ante esa emergencia inesperada, se inició la búsqueda por internet y varias llamadas. No se consiguió un plomero, sino una persona “utíliti” que le hacía algo a la plomería y a la electricidad. Afortunadamente, nos sacó del problema y puso a funcionar la bomba de agua que al cabo de unas horas llenó los tinacos. Descansó nuestra alma, al fin se podría realizar el festejo.

Pero, como dije, se desarrollaba una pesadilla: esa compostura no resolvió el asunto de manera definitiva. En los días siguientes de nuevo no funcionó la bomba y se reinició la búsqueda de plomero, ahora con los vecinos. El resultado fue otra pesadilla: el señor que se apersonó no pudo evitar la falta de agua por más de 24 horas, por más que lo intentaba. Como suele suceder, decía “ya quedó” y a la mañana siguiente amanecíamos de nuevo sin agua o con los tinacos desbordados inundando la casa. Así vivimos tres semanas.

Ya desesperada, Laura hurgó una vez más entre las redes de amigos y obtuvo una respuesta en el “chat” del Oviedo -el grupo en el que sus compañeros de primaria siguen comunicándose. Fue Fernanda Ruiz Rabasa quien tuvo el tino de recomendar a una persona muy sería y realmente conocedora de su oficio.

Agradecido con ese hombre, quien por fin resolvió el problema de suministro de agua, y con el cual yo no había cruzado muchas palabras, le pregunté al despedirme su nombre. Su respuesta fue como una aparición, como un fantasma que me dejó inmóvil. El plomero que nos había devuelto el agua y la tranquilidad contestó, sin mayor énfasis, me llamo Porfirio Díaz.

La otra aventura con homónimos fue literaria, más bien poética. Comenzó una mañana muy temprano -para mí las nueve de la mañana es de madrugada- cuando mi amigo Mauricio Ortiz pasó a recogerme a la casa de Portales para irnos a Cuernavaca.

Él venía con un amigo con el que conversamos durante todo el viaje, el cual se hizo corto no solo por lo ameno de la plática, sino también porque a Mauricio le gusta manejar con precaución pero a altas velocidades, y eso me ponía un poco nervioso. (Debo confesar que yo traía a cuestas los efectos de una cena prolongada en whiskys.)

Para tranquilizarme, nuestro acompañante propuso detenerse a comprar cervezas, lo que agradecí, y más aún al probar su sabor fantásticamente frío. Ya a la altura de Tres Marías, al degustar la segunda reparadora chela, yo ya iba viendo en colores -porque recordemos que en las crudas uno ve solo en blanco y negro. Recordé entonces un poema de Neruda que les solté sin pedir permiso, con mi voz aclarada por el lúpulo: “De Cuernavaca al mar, México extiende pinares, ríos rotos, techos de teja anaranjada”. No me percaté de que con ese gesto estaba invocando la presencia del Poeta de Isla Negra.

Al llegar a la cuidad, el destino estaba claro y era para Mauricio imprescindible, así que entramos por la calle Nicolás Bravo de la colonia San Cristóbal hasta entroncar con Cuesta Veloz: habíamos llegado a la Fonda Doña Marce.

Mi conductor y yo no perdonamos las gorditas de requesón con chales, y una quesadilla de chicharrón en salsa verde; su amigo, que es más tragón, al ver pasar un plato rebosante le dijo al mesero: yo quiero que me sirva eso que pasó. Sí señor, contestó el mesero, son los chilaquiles Doña Marce, preparados con salsa de chile guajillo, con cecina, longaniza y frijoles.

Después de ese banquete, nos fuimos a mi casa de la calle Sabino para que la conociera el amigo, y de paso se tomara un digestivo que le ayudara después de ese gran plato digno de Pantagruel y del del cual no había dejado ni rastro.

En la terraza me entero que Nep, como le dicen sus amigos, era odontólogo, muy simpático y sencillo, características poco comunes en esa profesión. Fue muy gratificante escucharlos conversar de la amistad que Mau y él han construido por más de veinticinco años desde su juventud, conversación aderezada por sus vagancias mutuas.

Por la tarde, al despedirme del doctor con un abrazo, le pregunté por su nombre, y en ese momento la invocación de Pablo Neruda apareció frente a nosotros bajo de los laureles de la India que dan sombra a la entrada de la casa. El odontólogo, con su gran sonrisa me contestó: me llamo Neftalí Reyes.

Para mis queridos lectores que visitan esta columna desde lejanas geografías, y que por ello no saben de quién hablé, va esta ficha:

Porfirio Díaz, Presidente y dictador de México (1830-1915).

Neftalí Reyes, nombre verdadero del gran poeta Pablo Neruda.

*Bailarín tropical, apasionado de viajes, bares y cantinas que desea que estas Vagancias semanales sean una bocanada de oxígeno, un remanso divertido de la cotidianidad.

Pablo Neruda (Neftalí Reyes) Imagen: https://egodekaska.com